Lo raro es no sentir nada, la primera novela a cargo de Editorial Liberoamérica y la primera obra publicada por Rosana Stellavato, es la historia entre Paula y Alicia, dos mujeres de universos distintos que se conocen en una sala de chat: Paula viene de una relación con una mujer que la abandona por otra, y Alicia está casada y tiene dos hijes adolescentes.
Situada en la década de los 90, en esta novela se deja ver no solo la marcada ausencia de tecnología, los teléfonos fijos y el humo del cigarrillo que provoca tanto a quienes leen en el siglo XXI, sino también, los resquicios de una sociedad hipócrita con las disidencias sexuales, y mucho más, la marginalidad en una historia que es de dos mujeres, variable que se desliza por la trama como un marcador de época, aceptado y superado. En este libro nos atraviesa la vivencia de un amor encarcelado en estereotipos ancestrales, monógamos e incluso, heterosexuales, en donde los hilos que lo sostienen convergen sobre los nuevos caminos del amor libre. “Paula pensó que el amor a veces aturde. Uno confunde las cosas, se vuelve poco receptivo a lo que en verdad sucede a su alrededor”, podemos leer. La novela comienza con dos claves de lectura: Loorie Moore y Felisberto Hernández, que hablan sobre la intimidad en el susurro de lo que se comparte, sobre el secreto de quienes se atreven a mostrarse en el cuidado de la mirada de une otre. Y es que esta historia nos lleva por el recorrido que estos dos personajes emprenden hacia un amor cargado de presagios. Como expresa Osvaldo Baigorria, en su prólogo de El amor libre "Amar, en cierto sentido, es vivir en el temor de la posible pérdida del amado”. Y, más adelante, reflexiona: “Podría suponerse que inocencia equivale a ingenuidad, así como experiencia a cinismo”. ¿Se puede ser libre cuando se ama? “Nunca hubo algo más difícil que ser libertario en las cuestiones de amor… ¿Hay alguien más parecido a un esclavo que un enamorado?" “Lo que sí sé es que no importa qué iniciemos, más allá del tipo de relación que decidamos tener, vamos a fracasar”, piensa Paula, que ama –desea– pavorosamente a Alicia, o eso cree, o eso quiere, porque aquí también hay un cuestionamiento sobre hasta dónde nos animamos a desear y ser deseades. Dice Judith Butler en Deshacer el género que “el género propio no se hace en soledad. Siempre-se está haciendo con o para otro, aunque el otro sea sólo imaginario. Lo que se llama mi propio género quizá aparece en ocasiones como algo que uno mismo crea o que, efectivamente, le pertenece”. Y es que para estas mujeres, por momentos ser quienes realmente son, se convierte en la pregunta incómoda de les amigues, pero por momentos, en la comprensión del entorno, e incluso, el apoyo, sin tener que renunciar a este querer-se. Por otro lado, Paula adelanta un posible final, porque de algún modo se autoboicotea incluso antes de saber a ciencia cierta qué intenciones embarcan a Alicia en esta relación. “Su vida había sido una acumulación de torpezas que intentaba ocultar”. En estos tiempos de más incertidumbres que certezas, también en el terreno de las relaciones, todo nos lleva a un escepticismo en el amor romántico como forma madura para encarar una pareja, tanto héteronormativa, como disidente, tal como sucede aquí. Quizá en Lo raro es no sentir nada haya un puente hacia nuevos puntos de partida para las relaciones; una invitación a desarmar el amor construido desde lo hegemónico, para iniciar nuevas formas, en nuevos tiempos, más sanos, para transitar un camino de mayor emancipación. Lo raro es no sentir nada Rosana Stellavato Buenos Aires Liberoamérica 155 pp.
0 Comments
Catedrales es la última novela de Claudia Piñeiro. El libro cuenta el asesinato de Laura, la menor de tres hermanas que fue encontrada, en un baldío, quemada y descuartizada, a través de diferentes voces que narran su versión de los hechos. Para les amantes del policial, la novela presenta, con proeza impecable, grandes condimentos del género: descubrir al asesino de la víctima, el modus operandi, el móvil de este crimen y la imposibilidad de llegar a la verdad absoluta, como una realidad acechante, de la que la literatura nos salva y nos genera el deseo de seguir consumiendo su lectura. Queremos hacer hincapié en dos aspectos de la novela que se interrelacionan: las circunstancias de enunciación (las voces narradoras hablan treinta años después de la aparición del cuerpo) y cómo determinado momento histórico condiciona la mirada y perspectiva de los hechos.
Hasta aquí, un bosquejo de análisis del hecho ficcional que nos atañe en la reseña. Sin embargo, no podemos leer un policial como este y no recordar un fenómeno que fue tapa de medios de prensa durante años: el caso de María Marta García Belsunse. No nos parece un hecho aislado de la obra, ya que sabemos que Piñeiro se inspiró en esta tragedia en dos de sus libros más populares: Las viudas de los jueves y Betybu. En primer lugar, si bien este caso tiene casi todos los ingredientes para atraparnos, presenta la gran ventaja-deventaja de ser real: aportó el morbo necesario para captar la atención de un público que decidió entregarse de lleno al oscurantismo de la cruel realidad y, lo más terrible, fue que mostró desfachatadamente que nunca lograremos acceder a la verdad (en mayúsculas y con todas las letras). Y aquí es donde la ficción no se puede meter –por lo menos, no sin estar disfrazada de realidad–. En segundo lugar, volver a pensar en este caso, gracias al documental que ha salido recientemente en Netflix (¡qué curioso!, pues aparecen, como en nuestra novela, los diferentes actores involucrados –testigos, acusados, fiscales…– que cuentan su visión de los hechos, casi veinte años –no, treinta– después), nos remite a revisar cómo enfrentamos un acontecimiento, desde una mirada totalmente condicionada por nuestro tiempo. Más allá de que la realidad nos deja inhabilitades para identificar al verdadero asesino y su móvil, en el crimen de María Marta, si compramos la versión de culpable-carrascosa (pues como mencionamos anteriormente no hay una versión cerrada de los hechos; solo hipótesis, incluso si hubiese veredicto final), convengamos que allá lejos y hace tiempo, 2002, o 2007 y casi en el 2009, estaríamos hablando de un "crimen pasional". Recordemos que, además, en algún momento, hicieron prensa con el rumor de lesbianismo de María Marta (hermosa novela para aquellos años; como si eso pudiese ser hoy un posible móvil). Si hoy compráramos esa misma versión, ya no podría nombrarse aquello de crimen pasional, sino femicidio, y probablemente el caso se hubiera analizado desde una perspectiva de género. Incluso, hoy tendríamos más herramientas para pararnos frente a un mismo hecho, más justas y compasivas frente a la víctima; pero no podemos saberlo. Así, Catedrales narra la historia de un crimen que ocurrió en los noventa, pero más allá de la ficción, la novela ha sido escrita recientemente, desde una mirada más actual. Este relato no hubiera podido ser contado hace treinta años, y no porque creamos que el terrible asesinato que se narra no podría haber ocurrido; pero hay determinados ejes sensibilizadores, que emergen en estos tiempos, que se ponen sobre la mesa, que habilitan su visibilización. Y son estos elementos que se conjugan en esta época, los que logran, en definitiva, contar esta historia, de manera atrapante y, lamentablemente, desgarradora. CATEDRALES Claudia Piñeiro Buenos Aires Alfaguara 336 pp. “¿Pero por cuánto tiempo más iban a sostenerse de esa frágil comodidad, de aquel equilibrio precario? Algo tenía que ceder. O estallar.”
Nada dentro salvo el vacío, de Ana Catania, es un libro de cuentos que abre con tres epígrafes cuyo hilo común podría ser la pérdida, en todas sus acepciones. Epígrafes que, no casualmente, pertenecen a tres mujeres. Y es que Ana Catania, cuenta seis historias desde una mujer que mira a otras mujeres, que están por tomar decisiones, que deben torcer el curso de lo que viene sucediendo, y no pueden hacerlo. Lo que está a punto de ocurrir es el halo que envuelve a estas narraciones, como una granada en la mano, dispuesta a volarlo todo. Hélene Cixous en La llegada a la escritura nos dice en relación a la condición de la mujer: “¡Cuántas muertes a atravesar, cuántos desiertos, cuántas regiones en llamas y regiones heladas, para llegar un día a darme el buen nacimiento! Y tú ¿cuántas veces moriste antes de haber podido pensar, “Soy una mujer”, sin que esa frase significara: “Entonces sirvo”?”. Y algo de ese renacer es lo que estas mujeres están a punto de descubrir y nosotres, como les que leemos, también: qué significa ser una mujer frente a estas situaciones que nos muestra Ana Catania. La autora lo sabe, porque en su escritura, también ha sido interpelada. En este sentido, también, Simone de Beauvoir, en El segundo sexo afirma: “A un hombre no se le ocurriría la idea de escribir un libro sobre la singular situación que ocupan los varones en la Humanidad. Si quiero definirme, estoy obligada antes de nada a declarar: “Soy una mujer”; esta verdad constituye el fondo del cual se extraerán todas las demás afirmaciones. Un hombre no comienza jamás por presentarse como individuo de un determinado sexo: que él sea hombre es algo que se da por supuesto”. Pero en este libro las mujeres tienen que reafirmar su condición de tales, porque es en virtud de ella que deben elegir, es en virtud de esta condición que deben replantearse la sumisión a las instituciones como el matrimonio, la maternidad, la fidelidad y por ello, padecer. “Reposición” es el primer cuento, una historia contada en segunda persona, porque hay una destinataria que está dentro de la historia ¿Es una historia de amor? Claro, o mejor dicho, de desamor, que viene desmoronándose vertiginosamente, como un desprendimiento en la ladera de una montaña. En un flashback recorremos las causas del desastre y conocemos a quien no contesta, porque no hay nada más para decir, tal vez, porque solo resta esperar el impacto: Durante el viaje me recordaste que a la vuelta no seguimos, que fuimos demasiado lejos. No es la primera vez que lo hacés, pero parece que ahora hemos llegado a ese punto en que las cosas se torcieron tanto que ya no somos capaces de enderezarlas. “Cicatriz” tiene como protagonista a Julia, quien batalla con la que fue, con lo que tuvo, y ahora se enfrenta a la maternidad, asqueada de vida, de su matrimonio, a punto de que eso que conoció, colapse dentro de sí: ¿Quién es ese hombre? ¿Qué hace ese hombre ahí, metido en su vida? […] De a poco todo el peso de su cuerpo va volviendo a la superficie y encuentra su lugar, se acomoda; el corazón recupera el ritmo de sus latidos […] Reconoce, en esos ojos color ceniza, que se abren de repente, como un tesoro inesperado, su misma cicatriz. Julia acaba de tener una hija mujer y ve en ella reflejado ya su destino. “Extraño” es la aventura de una mujer que intenta la venganza en un encuentro casual con alguien que desconoce, la que ha sido engañada ahora engaña, con más culpa que certeza, tal vez, consciente de su cuerpo, de su deseo: En el último tiempo, mi marido, en lugar de volverse una figura más familiar, cercana, se ha vuelto ajeno, extraño. Me pregunto si no pensará lo mismo de mí; si será consciente del abismo que se abrió entre nosotros, del hueco donde todo lo que tuvimos, lo que alguna vez sentimos, fue a depositarse en el fondo. Un hueco que empezamos a cubrir con hormigón. “Arreglos” es el cuento más largo, porque necesita darnos los detalles de dos pérdidas que van a sucederse: la de ese matrimonio – y una maternidad atravesada por la experiencia del aborto tiñendo esa herida - y la madre enferma, a punto de abandonar “el último lugar de seguridad” para la protagonista: A Laura todo esto la llevó a pensar en ese misterio llamado matrimonio; en todo lo que uno hace en nombre del amor con tal de protegerlo, de mantenerlo vivo. Como si fuera una llama que puede apagarse de un soplo. “Vals” está contado en el vaivén de un soliloquio, en el discurrir de la conciencia de una mujer que escribe una carta a quien ahora está a punto de casarse. Es el recuerdo exhaustivo, frenético, de lo que se tuvo, una relación que él parece no haber confirmado nunca, y que ahora, debe soportar en los hombros esta mujer que trata de sanar: ¿Cómo se explica que hayas desaparecido de repente, sin previo aviso? Porque yo no me lo veía venir ni me lo esperaba. No caí en la cuenta hasta meses después. Es como le pasó a esa compañera del trabajo, que al subirse al ascensor de su edificio descubrió, con una suerte de pánico físico, visceral, que su perro caniche no estaba al otro extremo de la correa. Las pérdidas se sienten así: como pinchazos en las yemas de los dedos. “Lobo” tal vez sea el relato más sorpresivo, porque solo en el desenlace se nos revela el drama que está por suceder: una piba, clasemedia abandonadaalasuertedesuadolescencia corre peligro. Él le muestra los dientes y embiste contra su cuello, como si obedeciera a un instinto. Con una mano le tapa la boca: huele a rancio, a queso podrido. Les narradores de Ana Catania nos llevan de la mano por diferentes focalizaciones, porque necesitamos mirar desde todas las perspectivas posibles estas historias, a veces, con el oído puesto en los corazones de sus protagonistas, a veces, con la distancia que esgrime quien necesita establecer juicios mirando la foto completa. Dice Marguerite Duras: “No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos, como sabemos que existimos, no muertos todavía. Cada libro, como cada escritor, tiene un pasaje difícil, insoslayable. Y debe optar por dejar este error en el libro para que siga siendo un verdadero libro, no una falsedad”. Y es que, como dice José María Brindisi, a propósito de estas historias “No hay nada, en la escritura de estos cuentos, que no sea verdadero”. Los relatos de Nada dentro salvo el vacío nos dicen a les que leemos en algún momento de nuestra vida. Quién no pude sentirse identificade con perder, con la resignación y en definitiva, con saber que cuando ya no hay más, luego de la catástrofe, solo hay una puerta para abrir: la del día después. Nada dentro salvo el vacío Ana Catania Buenos Aires Añosluz editora 2020 "La palabra hablada se imbecilizaba al ser expelida por mi boca"
Una mujer de ochenta y cinco años escribe una novela, luego de más de cuarenta libros, que obtiene el Premio Nueva Novela, de Página/12, en 2007. Esa es la anécdota y tal vez, el mito. Pero Aurora Venturini es más que un fenómeno editorial en Las primas. Su prosa nos envuelve en ese mundo que es La Plata, los años cuarenta, bajo la mirada de Yuna –la protagonista–. Es a través de los ojos –y la palabra– de una mujer que se escapa de los cánones de “normalidad”, que la autora nos hace parte de esta historia, porque busca una narradora que nos interpela, nos nombra a quienes nos atrevemos a leer, y busca confrontarnos con la ferocidad de la vida, y por qué no, del lenguaje. Dice Tamara Kamenszain en Bordado y costura del texto: “Si la escritura y el silencio se reconocen uno a otro en ese camino que los separa del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca de la escritura. Silenciosa, porque su acceso al habla nació en el cuchicheo y el susurro, para desandar el microfónico mundo de las verdades altisonantes”. Y en Las primas, la voz que narra es decididamente la de una mujer y batalla contra lo que no se dice, lo que no ha sido nombrado, porque intima y demanda a la lengua, para crear una nueva. Yuna –que también es la narradora– tiene una discapacidad que se manifiesta en una dislalia, pero y a pesar de eso, a lo largo de la obra, logra apropiarse y transformar los discursos que la señalan, la discriminan, y en esa transformación reside su poder. Pone en evidencia cómo esas estructuras e instituciones (el matrimonio, la castidad, la familia) tambalean frente al poder arrasador de lo que sucede, la vida misma. Así, ella, consciente de que esas instituciones no la protegerán, decide emprender el camino de la realización, a través del arte. La ventaja sobre el resto de las primas – el resto de los personajes de la historia– es que no tiene ninguna discapacidad visible. Yuna consulta el diccionario cuando no conoce el significado de una palabra y nos lo hace saber, utilizando el procedimiento de los verba dicendi, a veces, la explicación, en otras, lo que le confiere al discurso narrativo una complejidad de capas que traspasan la hoja, para tomarnos la cara, como lectorxs, y guiar nuestra mirada. Su discurso es acelerado, su pensamiento y su forma de hablar se transcriben atropellados, porque la posibilidad de nombrar, se convierte en su obsesión: “Estoy tratando de que al puntuar o poner coma no me haga ruido por dentro la cabeza, el cerebro y creo que a fuerza de voluntad lo voy consiguiendo y si los ejercicios que hago leyendo un texto especializado en casos como el que padecemos en mayor o menor minusvalía casi todos en la familia, solucionaré estas molestias que deben entorpecer la lectura de lo que escribo y a usted lector a quien pido mil perdones y que si es creyente me perdonará”. A su vez, los personajes de Las primas son cuerpos excesivos que rompen con todos los parámetros de “la gente bien”. Nunca antes nombrados por la tradición literaria, aquí son visibilizados, y para poder hablar sobre esos cuerpos, la narradora necesita construir otra manera de decir. Betina, su hermana más pequeña, no puede moverse, sino que está postrada en una silla de ruedas. Betina no puede desenvolverse sola. Es la personificación del instinto, de la animalidad que subyace en cada une de nosotres, y la narradora nos lo expone con brutalidad, porque así es Yuna, porque de eso se trata Las primas: de ver y vernos en nuestra precaria civilidad: “y deduje que pronto […] Betina moriría. Pero a mí no me importaba porque me daba asco […] Yo la agarraba de los pelos y le metía la cara en el plato y entonces ella callaba”. Petra, una de las primas y quien lleva de la mano a Yuna por el mundo de la adultez y del sexo, es un personaje con enanismo, que ejerce la prostitución, modo de vida que acompañará a Yuna en desandar la inocencia de su poca caminata por el mundo, en un ascenso social buscado: “Petra relató que no había por qué privarse de nada y que usando el preservativo estaba bueno pero que tenía que estar bien colocado porque si no podía romperse y bueno […] Petra abrió la bocaza de hipopótamo y me dijo dónde y cómo. Fui a vomitar […]”. Por su parte, Carina, hermana de Petra, mantiene relaciones sexuales en secreto con un vecino, como una manera de vencer la condición de minusvalía impuesta. Tratar de burlar las normas es pecado y se paga, en esta novela y en esta sociedad que nos refleja la obra, por lo que las mujeres de la familia obligan a Carina a decidir sobre ese hecho: “Se agudizaron los choques metálicos del instrumental. No lloró Carina […] Yo agarré la mano fea de Carina. Ella presionó la mía y me alegré de que no estuviera muerta”. Agrega, Kamenszain, en Bordado y costura del texto, que “Los arquetipos malsanos de una literatura femenina confinada a ciertos temas y géneros ocultan, una vez más, el aporte callado y rico de la mujer a esa tradición artesanal y milenaria de la letra escrita. Textos lacrimógenos, una falsa lírica endulzada con “bondad” y “pudor”, la tematización permanente de ciertos conflictos vitales supuestamente propios de la mujer, vinieron a llenar páginas y páginas de una literatura que, pretendiendo ser “específicamente femenina” es, en realidad específica de un mercado". Y es que la historia de Las primas trasciende el mercado mismo, porque muestra con crueldad el universo íntimo, sí, pero también público y por eso, político, de la vida familiar de estos personajes. Es un drama contado desde el humor, desde la sagacidad de quien conoce y maneja el arte de narrar: “y yo pensé que si se casaba con Abalorio su tarjeta tendría la extensión de una serpentina Anita del Porte Cavallero de De los Santos Apóstoles […] y ella convivía con un infeliz al que corneaba ahora y cornearía después y sentí pena por el dócil o algo así Abalorio de los Santos Apóstoles a lo que agregué Amén". Tal vez Aurora Venturini alcance el reconocimiento que le había sido negado, con esta novela; tal vez en ello resida la importancia de una historia como esta; pero nosotras apostamos por más: Las primas se consagra como una obra fundamental de la narrativa argentina porque pone en boca de una mujer contrahegemónica la condición misma de la humanidad; la crueldad claro, pero también, la redención. Las primas Aurora Venturini Buenos Aires Tusquets editores 2020 211 pp. En el diccionario, diesis es un término circunscripto a lo musical. Es cada uno de los tres tonos que los griegos intercalaban en el intervalo de un tono mayor. Supone un quiebre, una pausa, una alteración, entonces, que tras un brevísimo lapso, eleva un semitono cromático la nota que precede. En el mundo griego, además, los pitagóricos plantearon la idea de la armonía, como condición del alma, entre lo matemático y lo musical. Diesis de Marcela Rosales, se envuelve en este mundo, entonces, y es este el significado que debemos desentrañar en las diferentes capas de lecturas que nos propone la autora, casi como escalas musicales.
Luego de este año pasado de pausas y quiebres, el poemario de Rosales, publicado en 2017, nos interpela de otro modo, en un diapasón que afina nuestras búsquedas, nuestras pérdidas, y nos recuerda las escenas grabadas ya para siempre en la memoria, con bandas sonoras de fondo. El poemario está inevitablemente cruzado por una melodía, en la entonación de una playlist personal que recorre acápites de Don Lunfardo y el Señor Otario, Jakob Dylan, David Bowie, la banda rosarina Cielo Razzo, Bob Dylan, Lou Reed, Sarah Vaughan, Eric Clapton o Luis Alberto Spinetta. La poeta ofrece un concierto para el dolor de la pausa, sí, pero también para la posibilidad de crecer, en cualquier sentido, luego de esa espera. Diesis se compone de cinco secciones que balancean el ritmo de lectura en un in crescendo que va desde el afuera, la ciudad, les otres y, con el vaivén de la música, nos acerca a lo íntimo. Así lo inhóspito de la vida en la urbe, en el apartado “La ciudad quemará tus ojos”: La parada del ómnibus sigue ahí - después de cuánto, ¿quince años?- ¡Fuera Monsanto!, ilustra el cartel. Fuera sí, montanto, no tengo resto para intoxicarme más. (en “Línea de pie”) Por suerte, en la ciudad nadie mira hacia arriba. Hay demasiados cuerpos balanceándose cabeza abajo -pendiendo de un hilo- no siempre se precipitan sobre el asfalto. (en “Suspensión horizontal”) Hacia la mitad del libro, en el apartado “Un hombre de ojos calmos”, la voz poética habla ya a un vos para interrogarlo sobre el nosotres que no fue, que se ha diluido en una melodía que es siempre triste, como un dejo de jazz: Y la música… ah sí, la música en el hueco de la caricia el oído saturado de pasiones ajenas. (en “Replay”) Porque el espacio se va haciendo cada vez más íntimo, la ciudad deja paso a lo doméstico, la casa, la habitación, la caricia que necesita, sediento, el cuerpo de esa voz que nos habla. La canción y su armonía acompañan al yo poético que se asoma por la ventana, que habita la nostalgia, “in a silent way”. Así en el apartado “Tu mirada tiende a mejorar”: Qué tienen el jazz y la lluvia en su cadencia mansa como el roce inicial de tus dedos sobre el piano que nunca has tocado con ese lento compás que cada noche me desnuda en un réquiem de murallas (de “There is you”) Enciendo otro cigarrillo abro el ventanal la lluvia frasea lentamente y la noche, adormecida en el sopor de los santos, me estremece la piel (qué calor hará sin vos en este cementerio) blackbird subo el volumen y bajo la persiana. (en “Rain boy”) Pero, tal vez, la clave de lectura de este poemario, esté en el poema “Dies irae”, con el Requiem de Mozart sonando a todo volumen. Quizás, con la escena en un cine, de alguien que parte para dejar atrás la vida de quien se queda en un “intervalo muerto que evita nombrar”: He vivido desde entonces a solas con mi furia acuclilladas ambas en el hueco ensordeciéndome de música Leandro Calle dice, sobre el poemario, que cuando leemos Diesis, tenemos la posibilidad de arder y de habitar el intervalo, momento de suspensión y de pregunta. Coincidimos con Calle en que este poemario nos permite habitar lo que parece vacío, el espacio que deja la pérdida en un mientras. Todes supimos de espacios de espera y de perder, este último tiempo, y Diesis no solo nos habla de ello, sino que le pone notas musicales al silencio de no saber qué viene después. Pascal Quignard en Butes nos habla de la música, un lenguaje anterior a la lengua, a las mismas palabras: La música que está ahí antes de la música, la música que sabe “perderse” no tiene miedo del dolor. La música experta en “perdición” no necesita protegerse con imágenes o proposiciones, ni engañarse con alucinaciones o sueños ¿Por qué la música es capaz de ir al fondo del dolor? Porque es allí donde ella mora. La música vive en la tristeza, y Diesis es un muestrario de emociones en los que la música logra decir aquello para lo que no encontramos palabras. Enrique Valdés, a propósito del mito de Orfeo en la poesía del Renacimiento español, nos dice que, como en Orfeo, poesía y música son posibilidades de ascenso y de descenso para alcanzar una felicidad siempre fugitiva […]. La presencia siempre efímera del bien querido, la fugacidad de la dicha. Y qué si no de eso se trata Diesis: del peligro de mirar para atrás, como quien sabe que hubo pero ya no, como quien sabe que la música es la única manera de encantar a nuestras bestias, para cruzar esa grieta de la espera que es el mismo inframundo, una grieta necesaria porque es en cada une, inexorablemente. Leonard Cohen ha dicho en esos versos memorables “hay una grieta en todo/ así es como entra la luz”, de ese intervalo, de esa claridad, nos habla Diesis. Diesis Marcela Rosales Córdoba Alción 2017 95 pp. por Victoria Herreros Shenke
Eva en barricada es la nueva entrega de Sandra Flores Ruminot, poeta chilena, radicada en Mendoza, hija de chilenos exiliados en dictadura, lo que lejos de ser un simple dato biográfico, es más bien el precedente de la producción literaria de esta autora revolucionaria. Sandra ha elegido el camino de la agitación simbólica, la que en el cuarenta y dos llamó a hacer Simone de Beavoir, en El segundo sexo. El símbolo que agita, es el símbolo Mujer, que según Lucía Guerra, se trata de la prolífera creación de construcciones imaginarias con respecto a la mujer y lo femenino, producto de nombrar y definir colectivamente. La mujer sostiene, es un otro colonizado para la sociedad, que está preñada de máximas y proverbios que establece generalizaciones en cuanto a ella, articulada en base al placer masculino, descrita por filósofos, escritores, poetas, pensadores y científicos como menos inteligente, menos racional, menos capaz, como versiones incompletas del hombre. Es decir, que la devaluación de lo femenino, es la característica esencial de la producción cultural de origen patriarcal. Esto acompañado por la marginación de la historia del otro, en la que el sujeto colonizador, impide al otro colonizado relatar su propia historia, con el objeto de mantener su posición en la inamovilidad absoluta, es por ello que se nos ha excluido de la teología, la política, las artes, la educación, se nos ha privado de la universalidad y del derecho a contar nuestra propia historia; el hombre se ha atribuido el derecho exclusivo al uso, intercambio, y representación de la mujer. Como si los pensadores, a la manera colonial de la conquista de América, se hubieran sentado a debatir si las mujeres poseíamos alma y hubieran llegado a la conclusión que no, pero en cambio tenemos ánima. Como si el símbolo mujer, fuera un ectoplasma que existe antes que nosotras, y llegáramos solo a habitarlo. Sin embargo, la autora, desde su propia otredad, subvierte estos valores, interpela a la narrativa patriarcal generalizadora, se toma el derecho a describirse y relatar su propia historia, eso lo deja en claro desde el mismísimo título de la obra. La imaginación masculina, proclive a consideraciones binarias, erige la figura de la veneración a la madre, asexuada, inocente y pasiva, por lo tanto, la imagen de Eva, la primera mujer del mundo encendiendo la barricada, nos advierte que esa mujer, no es ni asexuada, ni inocente, ni pasiva, sino todo lo contrario, se trata de la primera rebelde. En contraparte binaria de la imagen de la madre, en esta imaginación colonizadora que produce estereotipos, se encuentra la figura de la puta, a la que se le atribuyen características negativas, se le repudia, se establece como lo que una mujer no debe ser, sin embargo, la autora se apropia de ella, en el poema II la enaltece y aboga por la libertad sexual femenina: ¿nunca pensaste ser otra? una ramera rubia de labios cosmopolitas irte de cumbia y tajo abandonarte en brazos de los desconocidos hacer el amor en los baños públicos. La autora, conoce muy bien el símbolo que habita, sabe perfectamente de dónde viene y quién lo creó. Sabe lo que la narrativa masculina ha hecho de ella, y a la manera de Eva, se niega a acatar sumisamente el rol asignado. Así en el poema V, dialoga con la mayoría de los estereotipos patriarcales y se reivindica: “no te perdonarán no sabés cocinar como tu abuela limpiar como tu madre tejer como tu tía no sabés ser la esposa madre novia que deberías no te perdonarán no cabés en su molde sos inmensa no necesitás el perdón de nadie”. El cierre del texto, representa la subversión completa del símbolo. La culpa se le ha atribuido a la mujer a través del mandato del deber-ser y el deber-no ser. Se la culpa por ser la generadora del pecado, por el exilio del paraíso y por la violación que sufrió, por eso, la autora sostiene que no le debemos nada a nadie y establece una suerte de deber-ser-como-se-tecante. Muy consciente de los mecanismos de producción y reproducción de violencia que acompañan al símbolo mujer, en el poema II denuncia la marginación de la historia del otro, de la que proviene la marginación de las mujeres: “¿no ves que el hueco de tus manos asfixia la medida de mis sueños? ¿no ves que me estás borrando que mi nombre está mudo que pronto no sabré pronunciarlo?” Y también, en el poema XVII, denuncia la colonización del otro, en el que este solo existe para satisfacer las necesidades del sujeto colonizador, convirtiéndolo en objeto de producción: “pero hay líneas que no deben cruzarse nunca como esa que cruzaste cuando me corriste de mí para tu colonización”. En el poema XXXI, desafía la producción cultural patriarcal, interpelando a Oliverio Girondo, aunque en términos de producción y reproducción del símbolo mujer, podría insertar cualquier otro nombre de autor masculino y obtendría el mismo resultado. El hecho que haya elegido el texto "Espantapájaros", es meramente una forma de ejemplificar cómo las mujeres hemos sido descritas desde lo masculino, desde las necesidades y deseos del macho, sometidas a su aprobación y reprobación: “sabés una cosa Oliverio me tenés hasta los ovarios con el versito si no saben volar pierden el tiempo conmigo vamos desmitificando me levanto a las 7 am trabajo estudio crío hijos leo hasta la madrugada escribo ¿vos querés que vuele como mariposa?” La problemática y roles femeninos, es otro eje que articula este libro, en los textos XI, XII, XIII, XIV, XV y XVI la autora repasa el tema de la violencia de género, las violaciones y los femicidios, que en Argentina, alcanzaron un número de 268 en el 2019, según la Oficina de la Mujer (OM). Reflexiona sobre su causa y origen patriarcal, que genera la imagen de la mujer como una posesión, la imagen central en la adquisición y demostración de la masculinidad. Por ejemplo, en el texto XV relata: a mí me tocó un tipo a los siete años se metió en mi infancia me tocó en la oscuridad de una pieza en la cama de su hija al lado de ella a mí tan miedo y primer grado a mí tan quiero escapar y no puedo. Sin embargo, para Sandra, las mujeres no somos solo las que nacimos con vagina. En el texto X, también se da un tiempo de homenajear a Lohana Berkins, defensora e impulsora de la identidad trans en Argentina. Y tampoco cree que somos víctimas impotentes, también habla de las que se defienden, logran sobrevivir a los ataques y luego son condenadas por defenderse, así lo relata en el poema XVIII. Además establece una suerte de manifiesto en el poema XXVIII que pareciera dialogar con el poema "Miedo" de Gabriela Mistral, como si la niña, vuelta golondrina, princesa y reina, hablara de adulta y dijera que no quiere que las mujeres escribamos poemas tristes, ni le escribamos al romántico amor, y en el texto XL: “las gatas rabiosas nacimos en la cara oculta del mundo”. En este libro, la autora habla de cómo realmente somos, “más realistas de lo que nos imaginan”, como diría Mistral, con una voz fuerte y clara, sin pelos en la lengua, reflexiona sobre nuestro lugar en el mundo, como un otro signado, y se desprende de todo aquello, desafía todas las preconcepciones asociadas al género y sus consecuentes violencias para establecernos como eternas luchadoras. En una sociedad patriarcal, las mujeres luchadoras son parias despreciables, pero ahí están, “las disidentes, las locas, las que miran el futuro con las manos llenas de cielo”, dándole categoría y régimen a la época. El tiempo del poema es un tiempo vertical dice Bachelard. Ahí donde tenemos que ir muy profundo o muy alto está la gema del poema, el instante que destruye la continuidad del tiempo. El poema ocurre porque se anula la posibilidad de lo fugaz o porque la inmoviliza. Eso es lo que sucede en Tabaco Mariposa de Elena Anníbali.
Cada uno de los 22 poemas son una suerte de fotografía en movimiento. Quien lee recorre el recuerdo para tejer (“para anudar” diría Bachelard) este libro de Anníbali que en palabras de Alejandro Schmidt devela “epifanías violentas del sur cordobés.” Porque si de algo estamos segures al leer esta obra es de la violencia de las palabras. Anníbali tensa el lenguaje para revelar lo oculto en las vivencias. Un cuadro que se presenta ante los ojos del lector con un doble fondo. Kamenszain (2016) en su libro Una intimidad inofensiva, advierte que el poema: en su actividad desbordada, se dispone a expandir su campo de acción y para eso necesita echar mano de recursos que lo conecten con su propia historicidad. Así es como empieza a recurrir a los tiempos pretéritos, aliados indiscutibles de la narrativa. (p.12) Así, los poemas de Tabaco Mariposa nos toman de la mano y nos llevan por el camino de la memoria. Se develan personajes y lugares que constituyen el escenario del recuerdo. Los nombres en minúscula parecen querer advertirnos sobre el anonimato de estos seres: deolinda, lalo, rubén, enzo son, en última instancia, restos, lo que queda de esa carrera contra el olvido. Hay una contraposición continua entre el pasado y el presente. En algunos poemas, se entrevén las marcas del “progreso”: “ahora manejo por la 36 y solo se escucha/ el frufrú de la soja/ los aviones cargados de roundup” (p. 12). Si seguimos avanzando, esa contraposición entre “ahora”/“antes” no solo modifica el paisaje, implementa nuevos sonidos, toma los baldíos para volverlos edificios, asfalta calles sino que también traza el ritmo de la vida en la que la niñez se vuelve adulta, y por lo tanto gana gravedad: “mauro es un hombre ahora” (p.17), “jugando al animal ciego/ ahora/ la sed es real (p.18)”. El punto de inflexión donde sucede el pasaje a la adultez, el ritual de iniciación se evidencia en el poema que le da el título al libro: tabaco mariposa aprendí a fumar con rubén enrollando tabaco mariposa en papel de seda lo hacíamos de noche sentados en un escalón de la casilla mientras a nuestros pies sus lánguidos perros soñaban con la sangre dulce de las liebres en el monte cercano a veces todo era oscuridad, salvo su cara iluminada brevemente por el fuego como un animal por los relámpagos el día que se fue del pueblo me dejó su radio y los jabones partidos que yo usaba pasándomelos despacio por el cuerpo con la última espuma disuelta en el agua se fue, también, la memoria y el deseo de él una cosa fragante y sutil como los eucaliptos cuando los moja la niebla Y donde hay tiempo que corre, está la espera de la muerte que por momentos se emparenta con el agua: la creciente, el aljibe, el tanque, el mar, la lluvia llevan en sí la metáfora de la vida y de su fin. Hay una experiencia con el agua que se vuelve a veces corporal “hubo algo carnal” (p.25) dice la voz lírica al narrar lo sucedido en el tanque. De alguna manera, podemos pensar la experiencia de lo tanático, que atraviesa toda la obra, como una supraconciencia, como si el descubrimiento de la vida fuera más bien la de la herida de muerte. Es decir, casi podemos hacer extensivo, como un rezo, los versos “todo era una hora/donde la muerte comenzaba/ a besarnos los ojos”. Y es eso en definitiva lo vital, lo visceral que se descubre. La putrefacción gana la carne: “no sé si esto sea el estrago/ la podredumbre” (p.12) o se adivina por la presencia de las “verdes moscas”. Pero esta especie de advertencia, que subyace en la lectura de los poemas, trae también la experiencia de lo erótico. Encarnado en la presencia de la animalidad; loba, perras hermanas, zorras se revelan como una cara más del yo lírico, que sin metamorfosearse asume la ferocidad de sus rasgos “conozco esa mansedumbre (…)/ pero yo mordí la mano” (p.19). A la conquista de la libertad le sigue la incertidumbre. Como quien abre la puerta y se encuentra la inmensidad. Esto se ve con mayor claridad en el poema “las hermanas”: somos hermanas, perra mi lengua y tu colmillo bebieron, de infantes, la misma leche lúgubre aprendimos la ira en los corrales de dar vueltas y vueltas contra la turba carne de la manada de oponer la testa al cascote de ver cómo la sangre se volvía sarro en el redondo cerco si me dieran a elegir yo juntaría tu pulpa y mi miseria para bajar a la línea de los incendios Tal como dice la propia Elena Anníbali en una entrevista con Diego Colomba para “Op.Cit.”: La aprehensión de la belleza –de lo que consideramos belleza– es débil. Es decir, no la aprehensión, sino la belleza en sí, que es fugaz, y es pura fuga. Lo que se escribe es sobre esa fuga, sobre ese estar siendo que deja de ser a cada momento. Por lo cual, creo que la escritura acompaña (quizá acompañe) ese movimiento de pérdida, de cosa yéndose. Y Tabaco Mariposa es la prueba de ello. ,Dice Marina Tsvietáieva que quizá el arte sea solo una ramificación de la naturaleza, un aspecto de su creación, y tal vez, los poemas de Luisa Futoransky, en Ortigas, sean esa prolongación de lo natural, como algo que sucede y da voz a lo que puja por crecer más allá del cuidado que le podamos proporcionar. Los poemas de Futoransky, silvestres, trepan de golpe ante la lectura, pelos urticantes que liberan una sustancia alcalina que no puede más que producir el escozor, la pregunta y la incomodidad, porque no estamos en el terreno de la indolencia, aquí hay una arenga y es tiempo de ver y escuchar.
La primera sección del libro contiene poemas como un recorrido espacial, pero también temporal. El poema que abre el libro, nos traslada a Roma, el légamo del Tíber, los gladiadores de cartón. Luego París y una voz con reminiscencia andina hacia la que se ha sido, y más acá, Barracas, plaza Francia, las líneas de colectivos, la humedad porteña. Y ese podría ser todo el paseo esperable. Pero el recorrido que nos propone Futoransky nos lleva más lejos, hacia otros territorios innombrados, como el desamor en “Dolesme” o “Rueca con violácea": finalmente todo es pérdida olvidame que yo no puedo O a la vejez, esa otra región que nos resistimos a trasponer. En “Con los dedos”, Futoransky mira a la vejez no a través de la condescendencia, sino como quien describe un estado de situación: qué se espera de un viejo? que pida turno con especialistas que le confirmarán por si falta le hacía el deterioro irremediable que mate el tiempo que sus deseos como él se jubilen sin júbilo de la vida del paso y del respiro Así también en “Puchero”: sin embargo amanezco sin mayor nostalgia con el rabo del ojo miro las lápidas y estragos con que el tiempo me vengó Y es que nadie sale ileso de Ortigas, porque la lengua en estos textos quema, nos incomoda ahí donde interpela, y tal vez así, diciendo y solo con ese roce, es como puede curar. En la segunda parte, Crónicas, el viaje vuelve a tener nombres de espacios geográficos: “Cuarteto de Praga”, “Ortigas de Saorge” y “Gambier, Ohio”. Sin embargo, estamos en otros sitios. Aquí el tono es el de una denuncia: la referencia a la artista Friedl Dicker Brandeis y sus talleres de arte clandestinos en el campo de concentración de Terezin: primer piso, enfrente, una llamita, la ventana, a medio tapar por papeles de diario qué ilumina? alguien la mueve es viernes santo Saorge y el límite franco-italiano, es borde entre lo conocido y esas maneras extranjeras de mirar, como una cuesta empinada que hay que escalar, para incorporar ese paisaje escarpado que dice en otra lengua: sigo pensando en los bordes y márgenes evidenciamos las dolencias que oscurecen el centro. la noche sigue inmensa estrellada y la mañana fulgura de retamas recibí hace mucho que me despido mi urticante soledad Por último, Crónicas nos lleva de paseo por la cultura norteamericana y su “idénticas marcas, idénticas ofertas/acumulo, apilo, luego existo”. Nadie deja Ortigas sin reconocer algo de verdad y, en relación con ello y con la verdad en la poesía, Tsvietáieva afirma que “la verdad del poeta es un camino en el que las huellas se van cubriendo de vegetación. No habría huellas, incluso para él, si él pudiera ir detrás de sí mismo. No sabe qué dirá, y con frecuencia tampoco sabe qué dice. No lo sabe hasta que lo ha dicho, y lo olvida en cuanto lo ha dicho”. El camino de la poeta –agregamos nosotras– es un camino cubierto históricamente de ortigas, malezas que han tratado de ser arrancadas por preguntar y preguntarse, por molestar, y que sin embargo, vuelven a crecer indómitas, en cada estación. Este es el camino que reconoce y hace propio Futoransky; por ese camino, la voz de los poemas ve transcurrir lugares que la confrontan con sus paisajes interiores y ahí es cuando necesita decirlos, porque pesan, porque intiman y, una vez dichos y solo con eso, pueden y necesitan ser olvidados, porque, en definitiva, a eso nos confronta el paso del tiempo. Ortigas Luisa Futoransky Buenos Aires Leviatán 2011 69 pp. Mi animal espera. Paciente. Ojos abiertos. Inmóvil. Espera que le haga caso. No lo exige. Su manera de requerir es la espera. (Chantal Maillard en “La compasión difícil”)
Haber encallado en una isla, tener que sobrevivir esa soledad en el paso de los días, requiere de cierta concentración para no perder las nociones de tiempo y espacio. Así lo hemos vivido a través de varios relatos, a lo largo de la historia de la literatura. En La isla, de Mercedes Araujo, tal vez la experiencia sea otra y su lectura nos confronte con otros conflictos todavía más peligrosos: las islas dentro de nosotres mismes. Cierta especie de encierro sobre quienes somos, incluso en espacios abiertos, puede ser el sentimiento más recurrente cuando acecha el abandono, y eso lo sabemos bien por estos días. En el encierro, el cuerpo deja de percibirse como antes, y la voz que nos habla en La isla, lo sabe bien: su cuerpo adquiere características de reptil, a veces, de animal acuático, o bestia terrestre otras, porque ya no concibe una forma única; se metamorfosea con y por el entorno. Esa es la única manera que esa voz encuentra para soportar el dolor de la pérdida: Con mi cola larga, lengua ancha, roja y bífida mi aspecto marino es más temible que la herida que puedo causar Y en otro poema, leemos: Como un animal pequeño, de pelo débil con orejas puntiagudas, las manos y los pies de mona, con el pelo liso como el que tengo en estos días, así, creo, será posible sobrevivir en el mar. Hay una apelación a un “vos” que se ha ido y que ha construido ese espacio corporal que le sobrevive en un territorio inhóspito, rodeado ya nada más que de agua. Es una apelación como quien dialoga con une otre pero sin esperar respuesta, porque sabe que no la va a haber. Es un diálogo con el recuerdo de quien ha estado, alguien a quien se ha querido y que de algún modo, todavía se quiere. A pesar de que, por momentos, creemos que esa voz ha aceptado la pérdida y el desierto, sigue esperando visitas, y parece que ciertos viajeros podrían llegar, pero ningune es quien se fue, y no sabemos si quienes llegan lo hacen o es solo parte del mismo delirio que puede provocar la espera yerma: Espero recibir hoy domingo una visita, como un gato/levantar las orejas. Hay un espacio, entonces que va construyendo el yo mientras nombra: un espacio idílico, unas veces, en los que confluyen cuatro ríos, frutos y animales selváticos: ¿Ya te lo conté? Entre los cuatro ríos se ha formado una salina, el sol cae sobre ella alegremente y los pájaros solo se posan allí un segundo Y otras veces, un espacio abismal, un pozo, en el que ese yo queda sin respuestas, a la intemperie de la orfandad: mi cuerpo es el que fue echado a un pozo, en cambio hay otras bestias a las que siempre los leones se les arroban a los pies. Porque diciendo es como creamos, amando es como conformamos la existencia de que todavía algo vivo llevamos encendido adentro. Así dice Octavio Paz, en El arco y la lira, en relación con el lenguaje: “La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad. No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de conocimiento: lo primero que hace el hombre frente a una realidad desconocida es nombrarla, bautizarla. Lo que ignoramos es lo innombrado”. Y nosotras agregamos: la palabra necesita decir también a esas otras voces que no son “el hombre”, sino todo lo demás. La voz de La isla trata de decir y decirse para poder entender esa espera. Y Paz también asegura: “Todavía muchos afirman que los sistemas de comunicación animal no son esencialmente diferentes de los usados por el hombre”. Qué si no un desgarro, un aullido, es este clamor que escuchamos al leer el poemario de Araujo, qué si no una búsqueda, en definitiva, de ser escuchade por otre. La mitología nos ha traído a mujeres confinadas en islas como Calipso, “la voz encantadora”; Circe, “la hechicera”, o Morgana, la reina de la isla de las manzanas, Ávalon, para la mitología celta. Una voz femenina que espera confinada en un pedazo de tierra rodeada de nada es un motivo literario, sí, pero también es una experiencia real. Basta con leer y escuchar a diario testimonios de abandonos y ultrajes a los que somos sometidas las pieles no hegemónicas, para entender qué reclama quien habla en La isla, de Mercedes Araujo. Es cierto, sin embargo, que este reclamo no pide la justicia de la restitución, sino simplemente el reconocimiento de lo que hubo, de los vestigios que dejó en el cuerpo la ausencia, y en eso, se conforma con todavía ser. Así dice: No me hagas caso, simplemente podrías decirme si es verdad que las escamas de mi cuero siguen brillando a pesar de haber sido arrancadas una por una, y que aún así el cuerpo está contento con esta pequeña vida. ¿Por qué Araujo nos sigue convocando con esta metáfora sobre el desamparo? ¿Qué sigue seduciéndonos de la soledad, de lo exótico de las islas? ¿Por qué escribir sobre un libro publicado hace diez años? ¿Quién, después de leer La isla, de Mercedes Araujo, podría hacerse estas preguntas y no conocer ya las respuestas? La isla Mercedes Araujo Buenos Aires Bajo la Luna 2010 46 pp. Por Leticia Brondo
Margarita Vadel apareció en mi vida hace mucho tiempo. Es de esas personas que acontecen como un milagro. Profesora y licenciada en Filosofía, poeta, escritora, mamá de Pilar, mi amiga, me pidió hace ya casi dieciséis años que le leyera unos viejos poemas que tenía archivados en un cajón. No se animaba a publicar, y aquel miedo, y su camino andado hasta el 2020, me interpelan y me animan en mi propia historia. No podía volver a ellos; necesitaba mis ojos y, sobre todo mi voz, para que aquellas tardes de primavera (en donde yo me alistaba con mi hijo en vientre, y partía caminando hacia su casa, hacia el mismo patio, cargado de glicinas, protagonista de tantos de sus Poemas inevitables) nos reuniéramos en torno a una colección de hojas sueltas, mecanografiadas, mate en mano, y algunas veces, también acompañadas de su membrillo casero. Leí sus poemas más de una vez. Ya ni recuerdo nuestras charlas, pero sí la sensación de compartir, desde el alma, aquel espacio creativo, tan íntimo, que la poeta me invitaba a develar. Así florecieron sus Poemas inevitables, aunque recién serían descubiertos por Zeta Editores en 2011, casi ocho años después, porque a veces los tiempos caminan más despacio, y porque solo de vez en cuando, vislumbramos el momento apropiado. No pretendo detenerme en una lectura exhaustiva de su poemario. Quisiera, simplemente, a través de este artículo, invitar a la lectura de una poeta sensible y capaz de transformar nuestra mirada ante la naturaleza, en una lente creadora, de nuevos colores y nuevas formas; capaz de otorgar una inédita percepción de lo cotidiano. Su obra se divide en tres grande secciones: “Dintel”, “Poemas inevitables” y “Conversaciones”. En la primera, “Dintel”, nos abre la puerta de su patio, y no me importa si peco de vintage, al animarme a afirmar que también, nos está abriendo las puertas de su corazón. Con un estilo más clásico que contemporáneo, recorremos en sus coplas, églogas y sonetos, un universo cargado de literatura, mitos y experiencia transformadora. Así, fusiona lo personal con lo estacional: junio aparece como las propias muertes; el otoño es la añoranza que espera el florecer, o el estío, y finalmente, la primavera, se manifiesta nostalgia de lo que nunca podrá ser. También los momentos del día representan su propio sentir: en el día una renace y en la noche, morimos. Para citar uno de entre tantos, “Mutaciones”: (…) Junio pájaro ciego me toco con su ala. Tropecé en el instante en que la vida se despide del alba. Y las voces que amaba en blandas telarañas de crepúsculo quedaron enredadas. Lo neutro se hizo signo lo oscuro fue palabra en réquiem funeral que nadie oye se está muriendo mi alma. (I Coplas íntimas, VII, p.17) O la copla IX: Nostalgia de lila nostalgia de verde, las castas glicinas tiemblan en septiembre. Nostalgia de azules nostalgia de rojos, un llanto de arena me trepa los ojos. (...) Lo que más quería en la tierra duerme. De lo que más quiero no sé defenderme. (I Coplas íntimas, p.18) Los “Poemas inevitables”, son la parte central de esta obra, con la que también ha titulado esta publicación. Quizá porque en el fondo, Margarita sienta que la poesía en sí misma, sea ineludible. Tiene que ver con algunas pérdidas que deben ser cantadas, como un mandato, casi religioso, o como una necesidad inherente y fatal de lo humano. Son duelos propios, y universales, inevitables. Desde la pérdida individual, de un hijo, de un amor no correspondido, hasta la pena intrínseca de la ausencia de Dios, en el que por más que podamos creer, nadie nunca podrá oír. Es tener que nombrar la angustia inherente a lo humano: la finitud. Y aquí también, las estaciones narran esta dimensión: el otoño es el paso hacia el invierno, la muerte y es también esa nostalgia que nos atraviesa a cada persona, nuestro propio fin. Y la primavera es renacer, ilusión, ingenuidad; es el canto a la vida, o a la gratitud de estar vivos. Elijo al azar el poema que condensa mi mirada sobre la sección descripta: Réquiem por el Dios perdido Eché tu nombre al viento y Él lo dejó guardado en la montaña. Entonces me tendí sobre la hierba, esqueleto de un verde sin palabra. Entonces comprendí que mi destino era un andar de flauta. Era un andar de flauta adormecida porque al nombrarlo a Él perdió su aliento. Una tarde enredé, con estos pasos las mismas calles ¡pero de otro pueblo! Tendí la mano a tientas por octubre, un octubre de aromas míos y nuevos. Míos en la nostalgia de los duelos. En el presente del llorarlos, nuevos. Supe que había perdido la certeza del caminar con Él, calle-sendero. La calle es una calle, don de asfalto construido por hombres de otro pueblo. Entonces me acosté en una vereda sucia de perro hambriento. Supe que era campana sin badajo en un octubre de ángelus que ha muerto. Él se llevó el badajo de mi ocaso cuando grité su nombre y no hubo eco. (p. 83) Finalmente, “Conversaciones” es su diálogo personal con la obra dramática Los ciegos, de Maurice Maeterlinck. En ella, se representa una comunidad de ciegos, abandonados en una isla, cuya única esperanza es la voz de su sacerdote guía y al que han dejado de escuchar. La poeta no puede dejar de sentirse atravesada por esta experiencia y en estos últimos poemas resignifica voces, diálogos con estos personajes que no son nada más, ni nada menos, que la languidez existencial del hombre, preso del desamparo y la orfandad en que se halla ante un designio fatal. Adagio en mi menor (…) Al llegar desde sitios diversos a todos les quitaron sus harapos. Eran sucios harapos de colores que traían historias de amores y de penas pero a la niña que los llevaba limpios también se los quitaron. Y eso que en realidad no eran harapos porque la niña llevaba un vestidito desgarrado por juegos infantiles. (…) Todos estaban desterrados de los colores de su historia y ya no recordaban que el mundo se despierta con la aurora. (…) Eran desconocidos entre ellos ninguno sabía el nombre de los otros y como no eran llamados por su nombre de su nombre se habían olvidado. (…) (pp. 121-122) Poemas inevitables, en definitiva, presenta la reinterpretación del mundo, o de un mundo más pequeño, más cotidiano y palpable, desde una mirada original, femenina, singular e íntima. Poemas inevitables Margarita Vadel Mendoza Zeta Editores 2011 142 pp. |
|