En Cómo acabar con la escritura de mujeres Joanna Russ nos dice que la historia de la literatura sigue perpetuando el círculo vicioso por el que las mujeres virtuosas no podían saber lo suficiente de la vida como para escribir bien, mientras que aquellas que sabían lo suficiente de la vida como para escribir bien no podían ser virtuosas. Deborah Eisenberg no es, ciertamente, una escritora que deba demostrar su virtuosismo, pero lo hace con la sutileza de las historias que se nos ofrecen en en Relatos, la colección de cuentos que Chai Editora nos trae al español, historias que escritas en un largo perido de tiempo, van consolidando un estilo reconocible.
En este libro, tal vez, el primer hilo de lectura que debamos seguir sea el que que nos ofrece la autora a través de una galería de personajes que transitan la debilidad de las relaciones humanas. Todos los cuentos están protagonizados por mujeres a excepción de “Otro Otto, un Otto mejor”, en el que el protagonista se encarga de que las palabras se carguen con el filo de lo que lastima para flagelar a quien ha sido su pareja: Como un contrincante buscando el momento justo para lanzar un golpe, el día se alzaba sólido y pesado frente a Otto. Qué horrible era todo. Qué horrible era él. Qué inhumano había sido con William; William, que solo merecía bondad, que solo merecía gratitud. Iniciamos el recorrido que propone el orden del libro con “Restos que flotan a la deriva”, fechado en 1984. Estamos frente a un relato en primera persona que nos acerca a una relación por momentos amorosa, por momentos errática, entre dos amigas: “¿De qué mierda estás hablando, Charlotte? ¿Por qué alguien pensaría que pareces un esqueleto de dinosaurio? ¿Cuál es tu problema? ¿Por qué siempre actúas como si todos quisiéramos hacerte daño?” “Transacción en moneda extranjera” nos muestra a una mujer que viaja a Canadá para reencontrarse con un amante con el que no tiene reglas fijas para relacionarse: Ya había empezado a pensar que esta vez la espera no tendría fin, pero ahí estaba él, ahí estaba Ivan, apareciendo de nuevo en mi vida y cortando uno a uno los finos hilos con los que durante ese tiempo me había unido al resto del mundo. Si seguimos el recorrido propuesto por Eisenberg, en “La custodia”, de 1990, nos encontramos con la historia de dos amigas de la infancia y el secreto de un hecho que sajó en un antes y un después la vida de ambas, del que la narradora no nos dará más que indicios, pero nunca, la reconstrucción completa: En boca de Isobel, una de las protagonistas, leemos “Se siente tan extraño, estar acá, hablar contigo. Es como si todo esto hubiera quedado congelado para mí, congelado en el momento en el que me fui”. En “Bajo la 82da división aerotransportada” somos testigos de la relación de una madre y una hija, un vínculo roto desde la infancia que, con el transcurso del tiempo, muestra las fisuras de sus remiendos mal hechos: “Si no me quieres aquí, me voy”. “Perfecto”, dijo Holly. “Tu siempre crees que puedes aparecer así como así y ser completamente encantadora y…amorosa y que nada de lo que has hecho importa ni tiene consecuencias.” “La chica que dejó una media tirada en el suelo” nos cuenta un duelo que comienza, una hija que pierde a su madre: Francie se sintió ligeramente descompuesta…no iba a tener otra oportunidad para contarle por primera vez a alguien que su madre había muerto, para entender exactamente qué significaba eso solo por escuchar sus propias palabras diciéndolo en voz alta por primera vez. Walter Benjamin en su ensayo “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres” afirma que la realidad del lenguaje no se extiende solo a todos los campos de expresión espiritual del hombre - a quien en un sentido u otro pertenece siempre una lengua-, sino a todo sin excepción. No hay acontecimiento o cosa en la naturaleza animada o inanimada que no participe de alguna forma de la lengua, pues es esencial a toda cosa comunicar su propio contenido espiritual. Y agrega que la esencia lingüística del hombre es su lengua. Es decir que el hombre comunica su propia esencia espiritual en su lengua. Pero la lengua de los hombres habla en palabras. EI hombre comunica por lo tanto su propia esencia espiritual (en la medida en que es comunicable) nombrando todas las otras cosas. Y Eisenberg es consciente de esta forma de las cosas solo a través de un lenguaje, por eso, si prestamos atención, el segundo hilo conductor que nos ofrece la manera en la que están contadas estas historias es la precisión con que la autora nos muestra una lengua posible (la suya, la nuestra, que siempre es esquiva para dar cuenta de la realidad). En este sentido, la traducción de Federico Falco escarba hasta la precisión para extrapolar la intención de Eisenberg, quien juega con los equívocos y dobles sentidos. Así podemos leer en “Transacción en moneda extranjera”: “Cuéntame un poco de ellas”, le pedí a Iván después de cenar […] “¿Quiénes son?” “¿Qué quieres decir con quiénes son?”, dijo él. “Te las acabo de presentar”. Ay Iván, por favor. Lo que quiero decir es que me gustaría saber más sobre tus amigas. Cómo las conociste, ese tipo de cosas”. Y en “La custodia”, la búsqueda del adjetivo preciso: “Es difícil imaginarse a alguien como él en un…hospital” dijo Lynne. “Siempre parecía tan…” Siempre parecía alguien tan grande. “Tan fuerte” dijo Isobel. “Sí, fuerte es la palabra". En “Bajo la 82da división aerotransportada” Eisenberg aprovecha para desenmascarar la falsa moral en lo que, en boca de un personaje, no se dice del todo: “Pero no me malinterprete por favor” se apuró a decir Harvey. “Seguramente ya oyó sobre ciertas cuestiones un tanto vergonzantes que a veces ocurren en estos lugares tan…tan…delicados. Ya sabe, ciertos episodios, mal gusto, ese tipo de cosas. Parece extraño, pero es la psicología humana ¿no?”. Russ manifiesta, además, que la invisibilidad social de la experiencia de las mujeres no es «un fracaso de la comunicación humana». Se trata de un sesgo tramado a nivel social que ha persistido mucho después de que la información acerca de la experiencia femenina esté disponible (y a favor del cual incluso se ha insistido públicamente). Esta debe ser una de las razones que subyace en los textos de Eisenberg en los que tantas protagonistas mujeres hacen que nos identifiquemos con la fragilidad de sus experiencias. Y agrega, asimismo y en relación a la escritura de mujeres, que la experiencia femenina no solo se considera con frecuencia menos amplia, menos representativa, menos importante, que la experiencia masculina, sino que incluso el contenido de las obras puede distorsionarse según se piense que el autor es de un sexo o de otro. No es este el caso de Eisenberg, o por lo menos, nada hace dudar que estamos frente a una escritora que conoce de cerca las hilachas de estas historias que van entramándose para formar un lienzo resistente al paso del tiempo. Relatos Deborah Eisenberg (Traducción de Federico Falco) Buenos Aires 2022 Chai Editora 236pp.
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Lengua, guiame
las fallas tienen rostro de hombre perdido. Lo que no nombramos no existe, pero ¿Qué autonomía nos otorgan los símbolos que le damos a lo que hacemos existir por medio de la palabra? En La mujer suelta, el último libro de poemas de la escritora santiagueña Gabriela Álvarez, la lengua aprendida se construye y cuestiona en cada poema y en ese hacerse se reconoce imperfecta, pues parece nunca alcanzar lo que desea. Laura Forchetti manifiesta en el prólogo que la duda sobre la posibilidad de la comunicación atraviesa los poemas. Y agrega que “La palabra ‘suelta’ del título funciona como adjetivo: libre, no sujeta, no retenida; aunque también alude a un verbo: la mujer suelta su lengua, habla y en esa acción evoca y traspasa una herencia”. El libro abre con una dedicatoria que ya es una clave de lectura: A mi madre, por la herencia y la vida. Zaida Kassab se pregunta “¿Qué ha soltado la mujer que enuncia? ¿El miedo, la soledad, un cuerpo que habita su antigüedad huérfana? ¿El daño, la ausencia, el silencio? Después de releer el poemario de la talentosa poeta santiagueña, me respondo: la herencia”. Gabriela nos confronta con el linaje materno, con ese espejo en el que volvemos a mirarnos para aceptar, pero también para disputar lo legado. Nos recuerda que, como mujeres, aprendemos a sentir y hablar desde el cuerpo. Desde allí plantamos las banderas con las que vamos a reconocernos en una batalla constante por un lugar contra le otre, conscientes de que para ganar, algo tiene que perderse. Dice en “Soberanía”: Este cuerpo envejece/ y en cada acto de soberanía/ algo de mí resucita. Es que la mujer puede peregrinar y recorrerse en libertad en tanto ella reconozca los límites a los que ha sido confinada, pero a sabiendas de que está destinada a correrlos. Así podemos leer en “La mujer suelta”: No está mal respirar: /esta lengua hacia afuera/ es un pulmón libre. En esa autodeterminación que busca la mujer al soltarse de cualquier atadura hay un goce, cierto descanso en la posibilidad de sentirse en comunión con la naturaleza. Joseph Campbell en Diosas manifiesta que la magia de la Tierra y la de las mujeres son la misma –pues ambas dan la vida y la alimentan–. Así, el poema “Petunias” nos dice: Algo siempre nos fue prohibido y por eso el cuerpo creció. Entierro a mis dedos y una luz blanca rebota sobre los nudillos. Los huesos se elevan tienen la forma de un mundo robusto. Nuestras cabezas pétalos de petunias ávidas de calor. El cabello cambia por capricho del viento. En este poemario, en la búsqueda de ese placer hay alguien que transita el cuerpo y lo reconoce una región de disputa, pero también de ternura y entrega. Ya no es el espacio ultrajado por los hombres que solo podía soportar. Ahora hay una mujer dueña de sí misma que vive ese cuerpo con orgullo. Dice Álvarez en “Territorio”: Mi ánimo gotea sale de mi sexo cada ovario deshaciéndose como un helado. No hay vergüenza en nuestras fallas hace tiempo que esperamos la forma de esta soledad. Pascal Quignard en El nombre en la punta de la lengua se pregunta “¿cuál no es el hombre que no tiene la falla del lenguaje por destino y el silencio como último rostro?” Y agrega que quien escribe es un hombre con la mirada fija, con el cuerpo paralizado y las manos tendidas en ademán de súplica hacia palabras que huyen de él. Nosotras agregamos que quien escribe puede ser también una mujer que conoce desde su nacimiento el trabajo de las manos en un puño cerrado de rabia, en la fuerza que amasa el pan que es alimento, en los prejuicios que se rompen a fuerza de caminar juntas. La mujer que escribe no espera que las palabras digan quién es y tampoco es víctima de su búsqueda, sino que las inventa para poder darse a sí misma un nuevo nombre. La mujer suelta Gabriela Álvarez Santiago del Estero 2022 Mundar Editorial (Foto: Gabriela Álvarez) Dice Leila Guerrero que cualquier historia sucumbe si se la salpica con polvos como la superación humana, el ejemplo de vida o la tragedia inmarcesible. Eso lo saben las autoras de las doce historias que conforman Casas Remotas. En esta obra, antologada por Zaida Kassab, somos partícipes de narraciones cuyas protagonistas son atravesadas por los mandatos sociales, esas sentencias sobre el cuerpo que debe ser, la mujer que debe estudiar, hacer y ser madre o la condena a la mujer moralmente más reprochable que el hombre.
Si prestamos atención en el recorrido, algunas marcas como La Gaceta o el Triángulo nos advierten de qué ciudad se trata. Transitamos las calles de las ciudades que conforman el noroeste de la Argentina a través de estas miradas que siempre son femeninas. Las autoras, todas nacidas entre las décadas del 80 y 90, presentan como hilo conductor la carga de realidad de los textos. Liliana Massara afirma en el prólogo que parecen hamacarse formas del realismo tradicional con un nuevo realismo o un realismo “de nuevo” que no se agota, sino que se expande a múltiples posibilidades. El único espacio rural que sobrevuela el territorio de pueblos originarios es “Cantos de despedida y reencuentros”. Aquí, Lourdes Albornoz nos transporta al universo entre la vida y la muerte, el lugar es el Valle de Tafí, los cementerios y las coplas en honor a les que transitan hacia otro plano de la existencia. George Steiner dice que hay un consenso general respecto a que toda producción humana, concepto articulado o acto estético tiene lugar en el tiempo. Este tiempo posee evidentes componentes históricos, sociales y psicológicos. Es también evidente que gran parte del arte depende de factores contingentes como la disponibilidad de ciertos materiales, de códigos convencionales de reconocimiento, y de un público potencial implicado en un contexto y en una temporalidad dados. Los relatos que conforman Casas Remotas son parte de una temporalidad y espacios específicos: nuestro tiempo, su convulsión y esas ciudades enmarcadas por las montañas del norte, sus vientos, su gente. María Silvia Diaco en el cuento “Peor que él” nos confronta con una historia en la que la toma de decisiones es el punto de quiebre entre la responsabilidad y las acciones despreciables en las que suele sucumbir la humanidad. La herida que pueden dejar esas decisiones es el tema de “Un hueco con piel desgajada” de Pamela Zamora Bevacqua. De la mano de Lucila Lastero, en el “El valor de los buenos amigos” leemos: siempre se pierde un poco de algo cuando toca ayudar a otro, y nos acercamos a una historia en la que los favores se pagan más temprano que tarde cuando lo que está en juego es mucho más que la lealtad. Débora Barrionuevo en “Jaro” nos acerca la historia de la caída de las piezas que conforman el dominó de la vida, porque lo que da estabilidad puede ser también el peso que lleva al derrumbe total. Alguna de esas piezas está a punto de caerse, también, en “Cervecería artesanal”, de María Soledad Bustos, porque lo que tiene que ser revelado determinará el curso de la vida de la protagonista. Mónica Gray Almonacid en “Reminiscencia” nos trae el recuerdo de la que se ha sido, de las decisiones que nos llevan a un punto de no retorno y añoranza a través de una voz que se dice al hacer memoria. Por otro lado, tanto María José Bovi en “Soplar la vela” como Diana Beláustegui en “Sin dormir”, también nos sumergen en la conciencia de dos mujeres, sus deseos y ese plano en el que lo real y lo que imaginamos a veces parece aproximarse. Otra voz femenina atraviesa “Diesel”, entre dos mundos, uno, en el que se es y otro, en el que se aparenta. Luciana Lázaro en “Triángulo” y Meliza Ortiz “Un día de diez mil personas” nos hablan de las relaciones y el contexto en el ya no sabemos si queremos más de la vida por las aspiraciones de alguien más o por nosotres mismes, y lo que fue puede volver en un simple gesto como una brisa y ya no como el huracán que solía ser. Reinaldo Ladagga se pregunta acerca de lo que entendemos por cultura, y responde que no es, simplemente, un conjunto de ideas. Es un conjunto de ideas, sí, más o menos articuladas, un patchwork más o menos bien tejido, pero también un repertorio de acciones con que se encuentra el participante de una escena a la hora de actuar, repertorio que se vincula a un conjunto de formas materiales y de instituciones que facilitan la exhibición y circulación de cierta clase de productos y que favorece un cierto tipo de encuentro con los sujetos a los que están destinadas. Agrega que hay mil redes que deben desplegarse para que la menor estabilización de un nexo determinado y más o menos coherente de ideas, habilidades, rituales, expectativas e instituciones se produzca. De ese tipo de producciones hablamos al referirnos a Casas Remotas, son este tipo de redes las que se conforman en esta antología, para traernos estas voces que sopladas desde el norte, llegan a nuestros oídos. Las casas cerradas hasta no hace tanto hoy abren sus puertas para mostrarnos que la escritura de estas mujeres no tiene nada de remota, sino que está más cerca de lo que pensamos. Casas Remotas María Soledad Bustos Paula Bustos Paz Pamela Zamora Bevacqua María Silvia Diarco Lucila Rosario Lastero Deborah Barrionuevo Mónica Gray Almonacid Lourdes Albornoz María José Bovi Diana Beláustegui Luciana Lázaro Meliza Ortiz (Antología a cargo de Zaida Kazaab) San Miguel de Tucumán 2021 Falta Envido Ediciones 81 pp. Nos quedamos con ella durante tres días mientras su respiración se hacía cada vez más lenta y después se frenó. Aprendimos a amar a Lola de la misma forma en que ella nos amó, con una ternura que no sabíamos que podíamos tener. (pág. 73)
Laurie Anderson escribe este libro con motivo de la muerte de Lolabelle (una rat terrier que quedó ciega, pero que podía pintar o plasmar sus patitas en plastilina y hasta tocar en un teclado): Cuando Lolabelle envejeció se quedó ciega. No quería moverse, se paralizó en su lugar. El único lugar en el que corría era la orilla del mar porque sabía que ahí no había con qué chocar. Y así salió corriendo a toda velocidad hacia la absoluta oscuridad. (pag. 29) Y así Lolabelle empezó a pintar varios cuadros por día.... Obras abstractas en rojo brillante. Y arañaba unas láminas de plástico, usando electricidad estática. También hizo pequeñas esculturas, presionando su pata contra pedazos de plastilina. (pág. 31) Los rat terriers tienen muy buen oído, especialmente para los registros altos: Y nunca parecen aburrirse. (pág. 33) Cuando Lolabelle se quedó ciega, Elizabeth decidió que era hora de que aprendiera a tocar el piano. Así que pusimos un teclado en el piso y ella corría y giraba sobre él y empezó a tocar. (pág. 69) Anderson nos ofrece una condensación de imágenes y reflexiones que conmueven por su sencillez, pero también, porque a través de una escritura despojada, como quien escribe para sí en un diario íntimo, nos muestra todo un universo en el amor que puede generarse en la conciencia de que somos en y con la naturaleza. La obra se construye a partir de reflexiones, que se desprenden unas de otras como ramas que surgen de un mismo tronco, o una misma raíz: el duelo. El libro, además, está dedicado a la memoria de su esposo, el músico Lou Reed, y reflexiona sobre el amor – o desamor – y la muerte de su madre y de su propia infancia. Podemos leer entre sus páginas frases como “Pero finalmente lo vi. La conexión entre el amor y la muerte. Y que el propósito de la muerte es liberar el dolor”. La voz que habla en el libro finalmente parece estar en paz con las pérdidas, con sus dolores de la infancia y con la ausencia de Lolabelle. La perrita es la lazarilla que acompaña a la voz que habla en este libro, para transitar espacios y reflexiones que van desde los miedos de la infancia y la muerte de su madre (como dijimos), hasta el pensamiento tibetano, la caída de las torres gemelas o el control que ejerce el gobierno de Los Estados Unidos sobre todo, incluso, nuestra información en las redes. Porque el mundo interno y el mundo externo forman parte de una misma realidad que la conforman y de la que no puede escapar. Así, estas pequeñas anécdotas convierten a esta obra en un poema narrativo o una nouvelle, pero también, en un ensayo que coquetea con la filosofía y la metafísica. Todo ello, con el nombre que elijamos, es por seguro un recorrido profundamente doloroso en el que la muerte roza todo lo que una vez se ha conocido: Acepté esto. Las ciudades, las montañas, las habitaciones, los árboles, los trenes... Ilusiones ópticas. No están ahí. Como sueños hechos de nada. Las cosas que amaste, las cosas vivas, se mueven a una velocidad diferente. Desaparecen. Hacen eco. Se repiten. El enojo se convierte en liberación. La tierra en agua, el agua en fuego, el fuego en aire, el aire en conciencia. Muchos días de silencio y soledad. (pág. 87) No te vas solo de este mundo. Al principio no te das cuenta de que estás muerto y seguís haciendo las cosas que hacías, buscando las cosas que perdiste, tu mente desbordada por los recuerdos y los planes. ¿Qué soy? ¿Qué soy? (pág. 89) Porque es en esas situaciones límites, como la muerte de un ser amado, como la propia muerte cuando nos avisa que está cerca, en donde nos permitimos parar, abandonar aquellos disfraces que nos convierten en autómatas de nuestro propio destino, y, por un instante, nos animamos a mirar de frente el misterio de la existencia. Les dejamos el tráiler del film sobre Lolabelle, Heart of a dog, de la misma Laurie Anderson: https://www.youtube.com/watch?v=FVsrq2GbT18 El corazón de un perro Laurie Anderson (Traducción de Patricio Grinberg) Cuidad del Este Bikini Ninja 2017 132 pp. En el espejo del agua ya estaba escrito mi destino. El barquichuelo rolaba en el río siguiendo la corriente y rolaban también los camalotes, como pensamientos tibios. El agua turbia y los camalotes: así veía yo el mundo que se presentaba para mí. Una negrura peligrosa revestida de flores.
Libertad Demitrópulos escribe una novela que da voz a una mujer, María Muratore, pero también, que es protagonista no solo de su historia, sino parte de la gran historia, como pocas veces se ha contado. Hasta allí, puede no parecer nada novedosa, pero si tenemos en cuenta que esa voz de mujer puede tomar un fusil aguerrida y permitirse, además, el gozo físico, nada más ni nada menos, en tiempos de la fundación de las ciudades del Río de La Plata, entonces ya es otra cosa. Ricardo Piglia dirá que esta novela “revisa las tradiciones y las leyendas de nuestra ficción del origen”, y no solo eso, sino las ficciones sobre las mujeres de la época. Esta es una novela histórica que imagina otra historia y con ellas, la de les marginades todes. Escrita en 1981, según Ricardo Piglia, Río de las congojas se ubica junto con Zama, de Antonio Di Benedetto, y El entenado, de Juan José Saer, como las tres obras reconstruyen los tiempos de la conquista en la región del Río de La Plata, tres voces que, llama la atención, no provienen del centro cultural más importante del país. Sobre la historicidad de la novela – que debemos considerar en este caso- Juan José Saer ha dicho en El concepto de ficción: “No se reconstruye ningún pasado sino que simplemente se construye una visión del pasado, cierta imagen o idea del pasado que es propia del observador y que no corresponde a ningún hecho histórico preciso”. Y este es, sin dudas, el caso de Río de las congojas: estamos en presencia de una mirada personal y femenina sobre los hechos que dan comienzo a la ocupación española en nuestros territorios. Allí donde los hombres escribieron con la pompa de la letra oficial antes, Libertad Demitrópulos antepone una letra urgente para hablar de las pasiones de una mujer y su forma de contarse. La novela transcurre a orillas del río Paraná, y podemos navegar sus aguas río arriba y abajo para conocer la historia de su protagonista, su deseo por ese “Hombre del Brazo Fuerte” que fue Juan de Garay, y la molestia por un matrimonio que no desea con Blas de Acuña. Es en la voz de Blas de Acuña que desde el comienzo sabemos sobre la muerte de María, como una suerte de anticipación, y desde allí, hacia atrás – pero también hacia adelante, en un juego temporal constante – conoceremos el derrotero de una mujer que, a su modo, consiguió la libertad antes que muchas. Además, el cambio de punto de vista y de narradores (María, Blas, Isabel) requiere que prestemos atención. Demitrópulos no espera la pasividad de quien lee, aquí cada mito va a ser desarticulado por una narración y un discurso nuevos, y debemos estar alertas. Esta es la historia de una mujer distinta, que, a pesar de su condición doble de marginada: mujer y pobre, descubre una manera de ser libre, por medio de su sexualidad. María Muratore habla del goce y se dice de ella: Crecidita la María, con su corazón ardiente, y su revueleo de faldas —ya muerto su tutor— no faltó soldado ni mestizo, ni los mismísimos capitanes, que resistiera su encanto. (pág. 12) Pero también podemos reconstruir, a lo largo de la obra, cómo ese goce la constituye: Ahora me están hurgando mi cachuchita con un fierro caliente, me escarban con un cuchillo adentro del vientre, y me queman con fuego justo en el lugar donde se asienta el placer. ALGUIEN ME ESTÁ CASTRANDO. Alguien que seguramente odia el amor me está castrando para que nunca más lo sienta. Alguien en este vendaval de cosas que me sucedieron deslava la tentación: me vuelve estatua. Me aparta de quien quiero; me quita la voluntad. Alguien confina mi cáliz. Me arranca el espíritu. ¿Qué queda de mí? Opacidad. Vacío. (pág. 30) Juan José Saer dirá en El concepto de ficción sobre la lectura: “Toda lectura es interpretación, no en el sentido hermenéutico, sino más bien musical del término. Lo que el lector ha vivido le da al texto su horizonte, su cadencia, su tempo y su temperatura. Texto y lector viven una vida común, en la que cada uno se alimenta del otro.” La poesía, la música, está, por ejemplo, en boca de Blas de Acuña, pero atraviesa toda la obra. Dice Piglia en el prólogo, en la edición del Fondo de Cultura Económica: “En la literatura, se sabe, el efecto de verdad depende del lenguaje. El estilo y las formas de enunciación de un relato definen mejor que nada la realidad de una trama que intenta reconstruir el pasado. El libro de Libertad Demitrópulos hace de la música verbal la clave de la historia.” En boca de Blas de Acuña: El río pasa con su pasar recio y su soñar suave. ¡Válgame el cielo cuando pasa besando la barranca, recio como el hombre que nunca se embravece y másmente si reluce en el verdeo espumoso del camalotal! El camalote es su pensamiento florecido y flotante y por donde empieza a enamorar. ¿Este es un río o una persona de lomo divino, o es una fuerza que se le ha escapado de las manos a Tupasy, madre de Dios, o a Ilaj, o a mis ojos que ya no pueden espejear la tanteza de su cuerpo sin cuerpo? Rolando en mi canoa muchas veces se me viene con el cielo y me inunda el corazón. Si uno se llega con el mate a su vera comprueba que la vida se le ovilla y desovilla con el correr del agua, se desalma, queda puro huesos del pensamiento, sin carne ni habla, sin sueño en los ojos, y se siente irse en la corriente cuesta abajo, entre pescados y flores, arenas y cañas. (pág. 10) Esta historia que nos ofrece la escritora jujeña revela una heroína sin precedentes en la literatura argentina, que supo tomar el podio mitológico como el de los hombres de los grandes relatos: Algún día sabrán que la María Muratore no es una mujer como tantas que conocieron en la calle del Pecado. Sabrán que es la mujer que han querido matar y no han podido. Y que la tendrán que respetar. El día diecisiete del mes séptimo el arca descansó sobre los montes de Ararat
Génesis 8:4 En hebreo, Ararat hace referencia a la tierra santa; en el monte Ararat se detuvo el arca de Noé en el diluvio y es hasta allí que nos conduce este poemario de Louise Glück, donde esa tierra es duelo. El cementerio que lleva ese nombre cobra vida y se cobra a sus víctimas en sacrificio, como una fiera a la que hay que rendirle tributo. En “Mount Ararat” podemos leer: Como la tierra misma, cada una de las piedras de este lugar está dedicada al dios de los judíos que no duda en arrebatar un hijo a cada madre. Pero en este libro, además, Glück escribe sobre las fracturas familiares luego de la muerte del padre; la supervivencia de una madre y dos hijas, y también, sobre la lastimadura abierta que ha dejado la muerte de una bebé, otra hermana, muchos años antes. El núcleo familiar aquí es cuestionado; el amor se desnuda y no encuentra cobijo para mostrar la infancia de esos vínculos mezquinos, ciegos, que fuerzan a cada una a formar una identidad individual. Así, en el poema “Una novela” se destaca la figura paterna como el “figurón”, el organizador de una estructura que ha sido mostrada hacia afuera, pero que no se condice con lo que sucede al interior de lo que debería ser el hogar. Se trata de una farsa para esos lazos inexistentes que las mujeres, velando, no pueden reconocer y mucho menos, sostener, aunque el dolor de la pérdida las atraviese a todas por igual: Nadie sería capaz de escribir una novela sobre esta familia: Demasiados personajes parecidos. Además son todas mujeres; Solamente había un héroe. En “Apasionada de las flores”, las flores que crecen en el jardín de la madre son flores mortuorias. Desde su nacimiento, están destinadas a decorar el duelo. Lo saben la madre y la hermana, pero no este yo que se siente ajena: En nuestra familia, a todos les encantan las flores. Por eso las tumbas son tan raras: nada de flores, solo candados de hierba, La hermana es casi una competencia, es una otra a la que nunca logra llegar este yo. Tal vez, porque el reflejo que le devuelve es demasiado doloroso, demasiado igual. Esto dice en “Dalia amarilla”: Mi hermana es como el sol, como una dalia amarilla. dagas de pelo rubio en torno al rostro. ojos grises, llenos de brío. Hice de una flor mi enemiga: ahora me avergüenzo. Asimismo, hay una lesión muy temprana en esta familia y es la muerte de una hermana que apenas pudo vivir algunos meses. Por ello, el refugio que las niñas-mujeres han encontrado en la madre ha sido un techo inestable siempre a punto de desmoronarse, y ese vacío va a calar hondo en el yo que mira desde la adultez la fragilidad de la mujer-madre, pero que no puede perdonar la ausencia: En “Amor perdido” dice: Y algo cambió: al morir mi hermana el corazón de mi madre se quedó muy frío, muy rígido, como un pequeño colgante de hierro. Y en “Nana” agrega: Mi madre es experta en una cosa: en mandar al otro mundo a la gente que ama. Y es que a veces son las infancias las que deben sostener la precariedad de les adultes. Este parece ser el caso para el poema “Una fábula” en la que el yo hace suya la historia del rey Salomón, pues es la hija la que elige salvar a la madre, a sabiendas de que salvar a la madre supone la propia catástrofe: Supongamos que ves a tu madre debatiéndose entre dos hijas: qué podrías hacer para salvarla sino estar dispuesta a destruirte a ti misma: así sabría ella cuál era la hija legítima, la que no era capaz de soportar dividir a la madre. Dice Olga Orozco en “Tiempo y memoria” que la memoria es una actualidad de mil caras y que cada cara recubre la memoria de otras mil caras, y que el pasado estampa a veces sus huellas infantiles en los muros agrietados del porvenir. Y agrega, que esa memoria cuya acción es incesante y circular es la que ella elegía, no esa melancólica añoranza de brazos caídos que llamamos nostalgia, sino una memoria viviente y ávida, que se encarna y reencarna para descubrir, para perseguir significaciones como por primera vez. Tal vez en esa reaprehensión del pasado, el yo de este poemario encuentre alguna respuesta, tal vez sea la memoria la que allane ese camino. El libro cierra con un poema sobre un yo que habla sobre la primera necesidad, y el amor, como la única arma de combate contra la herida: Primer recuerdo Hace mucho, estaba herida. Vivía para vengarme de mi padre, no por lo que era él… por lo que era yo: desde el principio de los tiempos, en la infancia, pensé que el dolor quería decir que no me amaban. Quería decir que yo amaba. Ararat Louise Glück Traducción de Andrés Catalán Madrid 2021 Visor Libros 125 pp. Durante las cortas noches en las que nuestros cuerpos se empeñaban en revivir –oscuramente, con una esperanza tenaz y carnal que la razón desmentía en cuanto había amanecido–.
Jorge Semprún, La escritura o la vida Este es el epígrafe que da comienzo al libro que hoy reseñamos, Le viste la cara a Dios, de Gabriela Cabezón. Esta obra narrativa surge de una iniciativa de escritura de la editorial digital sigueleyendo.es, coordinada por Cristina Fallarás, en la cual se propuso reversionar textos infantiles. Y específicamente, cuenta Cabezón en una entrevista, a ella le asignan el relato de “La bella durmiente”, ‘una mujer que está todo el tiempo en una cama, sin la más mínima voluntad, ni el más mínimo deseo, ni la más mínima soberanía sobre sí misma… una víctima de trata’. Sin embargo, no es el único intertexto que subyace a esta obra. Desfilan en el mismo plano El Matadero, de Esteban Echeverría, porque se equipara a Matasiete con la figura del torturador-cafishio, y a la protagonista, con las reses del matadero; y el poema de “La noche oscura”, de San Juan de la Cruz, para aproximarnos a la soledad y desolación que vive el personaje: Noche oscura del alma En una noche oscura, El aire de la almena, en mi cuello hería, y todos mis sentidos suspendía. Quedé y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado; cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado. Con un lenguaje expresionista, directo y mordaz, este relato narra, en una inusual segunda persona, las terribles torturas que sufre ‘Beya’, la protagonista, así como el entrenamiento siniestro al que es sometida, mediante métodos aberrantes, a través de drogas o violencia sexual, para anular su voluntad de fuga del lugar en el que permanece en cautiverio, y ejercer la prostitución de manera sistemática. En esta obra, el estilo se lleva puesto a la trama. No se puede leer de forma liviana. La narración no escatima en vulgarismos escatológicos que puedan mostrar mayor rigor experiencial, precisamente, porque es a través de esta forma de decir que se logra transmitir la tortura de la manera más fiel posible. Si es que una vivencia así es posible de transferir. "Te enguascaron, te domaron, te peinaron para adentro y te hicieron el ablande: ahí aprendiste a los gritos nuevo nombre y apellido y te hicieron pura carne a fuerza de golpe y pija y así empezaste a saber que en el centro de ese antro lo que sos iba a ser muerto como restos de un puchero arrojados en la calle y el nombre de cada cosa enfermo de podredumbre desde el suelo del bautismo que te dieron el Rata Cuervo y sus amigos, los rufianes del Sabor, el puticlub de Lanús donde conociste a Dios". Esta segunda persona podría ser esa voz testigo de su padecimiento que no puede sostener la indiferencia, que siente el compromiso de no dejarla sola, de contarle cómo acontece, de poder cobijar y ayudarla a luchar contra su adormecimiento y su desidia. Esa segunda persona podría ser su propia voz, la de Beya, consciente hasta el más ínfimo maltrato, a pesar del aparente adormecimiento. Porque como dice Espinoza, Nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo… en virtud de las solas leyes de su naturaleza..., y qué es lo que no puede hacer salvo que el alma lo determine. … por no hablar ahora... de que los sonámbulos hacen en sueños muchísimas cosas que no osarían hacer despiertos; ello basta para mostrar que el cuerpo… puede hacer muchas cosas que resultan asombrosas a su propia alma. (Ética, parte III, proposición II, escolio.) Así también, este cuerpo adormecido, ultrajado, quizás no solo sea capaz de concientizar y narrarse estas violencias, sino poder luchar por su liberación. Le viste la cara a Dios Gabriela Cabezón Cámara Libros de la mujer rota 2020 Esa noche me la pasé pintando... Fondos blanquecinos pero opacos que significan la cara y contracara de la soledad nacida y de la soledad buscada. Si leíste Las primas, si te enamoraste de Yuna Riglos, seguramente cuando pases por cualquier librería del centro, cuando no te acordés de cuál fue la última novela que te recomendaron las write, tus ojos se van a ir inmediatamente a Las amigas, porque el título te va a evocar ese sabor a Las primas y, en definitiva, a la inigualable Aurora Venturini. Y si no leíste Las primas, quizás te encuentres con esta novela, con este título prometedor y te lo compres para tu próxima lectura, aunque es probable que ya no te enamores de la protagonista, Yuna. Hay en esta novela un desfile de mujeres (Antonela, la adolescente empleada y compañía de Yuna; Matilde Du Puin, otra artista como Yuna, y Fulvia y Flavia, una pareja de lesbianas, cuya relación no logra poder entender la protagonista, durante toda la novela), que entran y salen por su departamento, sin pedir permiso ni disculpas, y se van devorando la mínima esperanza de compañía de la bienintencionada Yuna, en una suerte de antisororidad y de egoísmo. Como reseñábamos allá por enero de 2021, Yuna López (Riglos) era “una mujer que se escapa de los cánones de ‘normalidad’”, y que la autora nos hacía parte de esta historia, porque “busca una narradora que nos interpela, nos nombra a quienes nos atrevemos a leer, y busca confrontarnos con la ferocidad de la vida, y por qué no, del lenguaje”. Yuna cada vez está más cansada y realiza menos esfuerzo por una sintaxis lógica, y prescinde de puntos y comas sin ningún pudor al escribir. Esta narradora-escritora tan fuera de serie escribe luego de la publicación anterior, Las primas, una especie de autobiografía, éxito editorial, sin dudas, dado que hace pública sus intimidades como una reconocida figura de las artes. Y aquí retoma el enorme esfuerzo que le implica escribir: “Solo escribo para tener memoria de lo vivido para después solo quemar los papeles que me retrotraen a los tiempos y espacios gastados y estropeados por el correr del Tiempo y del Espacio” (p. 49). Como puede verse, hay cierto juego entre la ficción literaria y la realidad, al mejor estilo cervantino, en el cual la narradora protagonista transgrede los límites de lo literario y realiza continuas referencias a su anterior publicación, Las primas, a la cual le confiere el éxito adquirido solo al hecho de que lleva su firma, como en sus pinturas: “… ignoro si se vendieron por sus valores intrínsecos o por la firma Riglos” (p. 22). Además encontramos otras alusiones a su primera parte, en las que muestran y, al mismo tiempo, ocultan su pasado, como un juego del que no está segura si va a poder eliminar definitivamente. Aunque eso quisiera. Y es que Yuna Riglos, desde sus casi ochenta años, instalada en el éxito, en sus innumerables viajes y en una soledad permanente e inevitable, escribe también para olvidar. Así nos lo expresa en otra parte de la novela: “Sé que mi intento de borrar y borrar ha cumplido su finalidad”, como si todas esas vivencias de desencuentros de amigas que la acechan a lo largo de esta historia se vieran obligadas a salir expulsadas, a través de su pluma, como vómito necesario para poder purgar desamparo, egoísmo y soledad. Las amigas es una novela que habita nuestros miedos más siniestros, y por tanto, los más silenciados: la vejez, la soledad y, en definitiva, esa muerte descarada que se nos aparece de la peor manera: Cómo podemos quedarnos sin vida, en la vida misma, aniquilar lo que nos queda y matarnos, aun cuando nuestro corazón siga latiendo y nuestro cerebro esté intacto. Las amigas Aurora Venturini Buenos Aires Tusquets Editores 2021 192 pp. Oh hoja que te mueves un poco
en cuanto absorbes los rayos del sol… Taneda Santôka (Traducción de Vicente Haya) El poder de la contemplación y la fugacidad del instante son elementos imprescindibles al acercarnos al haiku, y algo de eso se cuela en la forma en la que debemos leer los relatos que componen El sol mueve la sombra de las cosas, de Alejandra Kamiya. En este libro se nos pide prestar atención: hay algo del paso del tiempo, en años o en horas, que huye con velocidad y que nos hace ver diferentes según la perspectiva de quien mire. El nombre de esta colección es en sí mismo una especie de haiku, una invitación a encontrar la soga que envuelve y aprieta a las historias que lo componen, teniendo en cuenta las variaciones y la ligereza que puede dar la luz. La belleza de los cuentos de Kamiya está en las palabras precisas, solapadas en un ritmo que la autora logra con frases cortas y diálogos que no dicen más que lo necesario. A través de las cortinas que dejan pasar los rayos del sol, estos relatos dejan entrever cierto elemento nipón en la forma de mirar y percibir el mundo, incluso, en aquellas historias que nada tienen que ver con personajes o contextos de la cultura oriental. Los detalles, como una planta que crece a pesar y contra la fuerza de una pared, la decisión de caminar hacia el otro lado de la misma avenida de siempre, el símbolo de un pan horneado y amasado en lo que comienza a ser un hogar, son la llave para ingresar a los universos en los que nos sumerge la autora. Detalles, pero también, una voz que reflexiona, que detiene el relato para que, las pistas a modo de versos poéticos, nos estaqueen ahí mismo donde nos encontremos y entendamos que Kamiya va más allá en estas historias, pues la intención aquí es plantear preguntas, más que resoluciones, en las escenas que fácilmente podemos reconocer como cotidianas. Por otra parte, la familia es un elemento importante en todos los relatos: la familia de sangre que no se elige en “Un círculo pequeño”, o la que sí se elige, en “La casa”; la que se reacomoda en “Separados”, o la que falta en “Un koan para el señor Nishida”. La que ya no es y pide que esa transformación sea aceptada, en “El último paseo”, o la que dejamos perder en la distancia de lo que no decimos, en “Elefantes”. En el Kokinshu, el mitate es un recurso poético que consiste en crear una confusión visual entre dos cosas diferentes que se asemejan. Es esta misma transformación la que sucede frente al ojo avezado que lee los relatos de El sol mueve la sombra de las cosas quietas: lo que creíamos conocer de nosotres mismes habita en los objetos que nos rodean, nos completan y por eso nos atrevemos a nombrarlos, pero en esa traslación nos definen. En estas historias, la rutina se interrumpe por un cambio de mirada, por un cambio en la luz que destaca aquellas formas que nos habitan. Ese el eje común en los trece cuentos que componen este libro, con esa claridad debemos emprender el viaje que nos propone Kamiya, bajo la sombra de lo que nos hemos acostumbrado a ver, bajo esa enramada. El sol mueve la sombra de las cosas quietas Alejandra Kamiya Buenos Aires Bajo la Luna 2019 153 pp. “El cielo era todo nubes y tierra. Yo a veces pensaba que nosotros éramos los culpables de toda esa tierra flotando en el aire: la capa de nubes negras que taponaba el cielo no dejaba salir nuestras respiraciones y el aire se iba volviendo pesado hasta que empezábamos a ahogarnos”.
“Panza de burro” es el término que se utiliza en Las Palmas de Gran Canaria para denominar al cielo nublado, encapotado, que puede verse durante muchos días del verano y que da la sensación de que la temperatura es menor. Con esta clave de lectura es que debemos adentrarnos en la novela de Andrea Abreu. Dice Bataille que la literatura es la infancia por fin recuperada y esta, sin dudas, es una obra sobre recuperar la infancia y su mirada hacia la adultez. Podemos tratar de simplificarla y decir que se trata de una novela que habla sobre la amistad y el despertar sexual. Las protagonistas son dos amigas, dos niñas o casi adolescentes: la narradora –a quien Abreu no le pone nombre– e Isora, esa chica más atrevida que parece y hace cosas de más grandes sin ningún pudor y de quien la narradora, en esa fascinación, se siente aprendiz: “Me gustaba el color de su pelo y el de sus brazos. Me gustaba su letra. Hacía unas g con un rabo gigante que no dejaba que se entendiese lo que decía en la línea de abajo. Me gustaban sus ojos y tantas otras cosas. La envidiaba por cómo le hablaba a la gente grande. Era capaz de interrumpir las conversaciones y decir no, Moreiva es hija de Gloria la de la curva, no de la otra Gloria. La envidiaba por sus tetitas redondas y blanditas como una gomita con azuquita blanca, aunque a ella no le gustaban. Y porque tuviese la regla y porque tuviese pelos en el pepe. Isora tenía un monte de pelo negro tieso y picudo, como el cespe falso de las casas rurales”. Pero pensar en Panza de burro así tendría sabor a poco: aquí vemos un recorrido por una topografía particular – tal vez, Tenerife– y el uso de una lengua escrita que trata de plasmar el habla de quienes habitan la región. Abreu realiza un trabajo minucioso con la fonética y la disposición de las palabras e, incluso, las letras en el papel, para reproducir una manera de ser y estar en ese mundo que recrea. Dice Fabio Morábito que las letras de una palabra no existen, porque los fonemas no se pronuncian aisladamente; el fonema es una abstracción, una disección del habla o, en el mejor de los casos, un balbuceo. La palabra es entera como un soplo. Cada vez que deletreamos para oír mejor, detenemos ese soplo y nos separamos del mundo. La escritura inventó los sonidos aislados y exhibió una desmembración del lenguaje que era inconcebible antes de ella y que aquellos que no saben leer ni escribir desconocen por completo. En este sentido es que debemos “tratar de oír” y saber leer en Panza de burro. Por otro lado, Abreu retoma las costumbres y maneras de una generación que creció a comienzos del siglo XXI, al amparo del uso de las nuevas tecnologías y la explosión de las redes sociales, ese camino tan sinuoso del que ya no podremos volver. Y somos partícipes, entonces, de episodios en el que las chicas chatean en Messenger o toman clases de computación. Estamos frente a una generación que no tuvo referentes, pero sobre todo, frente al desamparo de figuras maternas y paternas: estas niñas se crían bajo la autoridad de las abuelas, esas mujeres que asumen sin querer el cuidado de las infancias mientras madres y padres deben salir a trabajar: “Isora odiaba a la abuela con todas sus fuerzas. En el colegio aprendió una vez que bitch significaba puta, y desde entonces siempre que la abuela le decía que si le lleves a Doña Carmen los güevos y las papas, que le cobres a la mujer, que le traigas dos cajas de muslos a la chica, cuatro panes, dosientos gramos de queso amarillo, dosientosincuenta gramos de queso cabra, que le pongas un trozo dulce guayabo a la chica, un saco papas, súbele unas gambas, que le cobres al estranero, que tú sabes hablar inglés, que yo solo sé hablar cristiano, Isora le respondía vale, bitch, ya voy, bitch, de acuerdo, bitch, lo que tú me pidas, bitch, gracias, bitch, alguito más, bitch? Y la abuela la miraba como desconfiada pero Isora le decía que bitch significaba abuela en inglés.” Mientras las amigas recorren a pie las subidas y bajadas, el terreno volcánico del pueblo, podemos ver la urbanización de las zonas turísticas y cómo les adultes que habitan la isla trabajan para quienes pueden tomarse sus vacaciones, otra gente, otra clase social. Escuchamos a las mujeres que quedan en las casas, comemos sus platos y podemos ver las fachadas de sus casas humildes: lo invisibilizado en esos lujosos centros turísticos tiene rostro y nombres propios. La novela comienza casi con la imagen de Isora vomitando para no engordar. Ese es el puntapié inicial de otro tema que subyacerá toda la novela: las reglas y los estereotipos relacionados a la gordofobia y a la sexualidad. Todo en Panza de burro tiende a cuestionar, todo tiene que ver con las sensaciones a través del cuerpo, el tacto; la historia nos empuja a ver esa época de la vida no como un recuerdo idílico, sino como la procacidad en las experiencias de esas niñas que deben sobrevivir a una época y un lugar que están mutando. Morábito se pregunta también si no existe en el seno de cualquier idioma, en el hecho de la pura interacción verbal, con sus deslices y sus malentendidos inevitables, con sus correcciones y sus pulimientos también inevitables, la conciencia latente de que sería posible decir de otro modo lo que se está diciendo, no solo cambiando el lugar y la entonación de estas palabras, sino usando otras palabras. Andrea Abreu juega con estas posibilidades en la novela, inventa una nueva escritura que “dice” otras realizaciones de ese español de las islas, nos lleva de viaje por palabras que pocos reconoceríamos, pero que gracias a este libro expanden sus horizontes. |
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