En el espejo del agua ya estaba escrito mi destino. El barquichuelo rolaba en el río siguiendo la corriente y rolaban también los camalotes, como pensamientos tibios. El agua turbia y los camalotes: así veía yo el mundo que se presentaba para mí. Una negrura peligrosa revestida de flores.
Libertad Demitrópulos escribe una novela que da voz a una mujer, María Muratore, pero también, que es protagonista no solo de su historia, sino parte de la gran historia, como pocas veces se ha contado. Hasta allí, puede no parecer nada novedosa, pero si tenemos en cuenta que esa voz de mujer puede tomar un fusil aguerrida y permitirse, además, el gozo físico, nada más ni nada menos, en tiempos de la fundación de las ciudades del Río de La Plata, entonces ya es otra cosa. Ricardo Piglia dirá que esta novela “revisa las tradiciones y las leyendas de nuestra ficción del origen”, y no solo eso, sino las ficciones sobre las mujeres de la época. Esta es una novela histórica que imagina otra historia y con ellas, la de les marginades todes. Escrita en 1981, según Ricardo Piglia, Río de las congojas se ubica junto con Zama, de Antonio Di Benedetto, y El entenado, de Juan José Saer, como las tres obras reconstruyen los tiempos de la conquista en la región del Río de La Plata, tres voces que, llama la atención, no provienen del centro cultural más importante del país. Sobre la historicidad de la novela – que debemos considerar en este caso- Juan José Saer ha dicho en El concepto de ficción: “No se reconstruye ningún pasado sino que simplemente se construye una visión del pasado, cierta imagen o idea del pasado que es propia del observador y que no corresponde a ningún hecho histórico preciso”. Y este es, sin dudas, el caso de Río de las congojas: estamos en presencia de una mirada personal y femenina sobre los hechos que dan comienzo a la ocupación española en nuestros territorios. Allí donde los hombres escribieron con la pompa de la letra oficial antes, Libertad Demitrópulos antepone una letra urgente para hablar de las pasiones de una mujer y su forma de contarse. La novela transcurre a orillas del río Paraná, y podemos navegar sus aguas río arriba y abajo para conocer la historia de su protagonista, su deseo por ese “Hombre del Brazo Fuerte” que fue Juan de Garay, y la molestia por un matrimonio que no desea con Blas de Acuña. Es en la voz de Blas de Acuña que desde el comienzo sabemos sobre la muerte de María, como una suerte de anticipación, y desde allí, hacia atrás – pero también hacia adelante, en un juego temporal constante – conoceremos el derrotero de una mujer que, a su modo, consiguió la libertad antes que muchas. Además, el cambio de punto de vista y de narradores (María, Blas, Isabel) requiere que prestemos atención. Demitrópulos no espera la pasividad de quien lee, aquí cada mito va a ser desarticulado por una narración y un discurso nuevos, y debemos estar alertas. Esta es la historia de una mujer distinta, que, a pesar de su condición doble de marginada: mujer y pobre, descubre una manera de ser libre, por medio de su sexualidad. María Muratore habla del goce y se dice de ella: Crecidita la María, con su corazón ardiente, y su revueleo de faldas —ya muerto su tutor— no faltó soldado ni mestizo, ni los mismísimos capitanes, que resistiera su encanto. (pág. 12) Pero también podemos reconstruir, a lo largo de la obra, cómo ese goce la constituye: Ahora me están hurgando mi cachuchita con un fierro caliente, me escarban con un cuchillo adentro del vientre, y me queman con fuego justo en el lugar donde se asienta el placer. ALGUIEN ME ESTÁ CASTRANDO. Alguien que seguramente odia el amor me está castrando para que nunca más lo sienta. Alguien en este vendaval de cosas que me sucedieron deslava la tentación: me vuelve estatua. Me aparta de quien quiero; me quita la voluntad. Alguien confina mi cáliz. Me arranca el espíritu. ¿Qué queda de mí? Opacidad. Vacío. (pág. 30) Juan José Saer dirá en El concepto de ficción sobre la lectura: “Toda lectura es interpretación, no en el sentido hermenéutico, sino más bien musical del término. Lo que el lector ha vivido le da al texto su horizonte, su cadencia, su tempo y su temperatura. Texto y lector viven una vida común, en la que cada uno se alimenta del otro.” La poesía, la música, está, por ejemplo, en boca de Blas de Acuña, pero atraviesa toda la obra. Dice Piglia en el prólogo, en la edición del Fondo de Cultura Económica: “En la literatura, se sabe, el efecto de verdad depende del lenguaje. El estilo y las formas de enunciación de un relato definen mejor que nada la realidad de una trama que intenta reconstruir el pasado. El libro de Libertad Demitrópulos hace de la música verbal la clave de la historia.” En boca de Blas de Acuña: El río pasa con su pasar recio y su soñar suave. ¡Válgame el cielo cuando pasa besando la barranca, recio como el hombre que nunca se embravece y másmente si reluce en el verdeo espumoso del camalotal! El camalote es su pensamiento florecido y flotante y por donde empieza a enamorar. ¿Este es un río o una persona de lomo divino, o es una fuerza que se le ha escapado de las manos a Tupasy, madre de Dios, o a Ilaj, o a mis ojos que ya no pueden espejear la tanteza de su cuerpo sin cuerpo? Rolando en mi canoa muchas veces se me viene con el cielo y me inunda el corazón. Si uno se llega con el mate a su vera comprueba que la vida se le ovilla y desovilla con el correr del agua, se desalma, queda puro huesos del pensamiento, sin carne ni habla, sin sueño en los ojos, y se siente irse en la corriente cuesta abajo, entre pescados y flores, arenas y cañas. (pág. 10) Esta historia que nos ofrece la escritora jujeña revela una heroína sin precedentes en la literatura argentina, que supo tomar el podio mitológico como el de los hombres de los grandes relatos: Algún día sabrán que la María Muratore no es una mujer como tantas que conocieron en la calle del Pecado. Sabrán que es la mujer que han querido matar y no han podido. Y que la tendrán que respetar.
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El día diecisiete del mes séptimo el arca descansó sobre los montes de Ararat
Génesis 8:4 En hebreo, Ararat hace referencia a la tierra santa; en el monte Ararat se detuvo el arca de Noé en el diluvio y es hasta allí que nos conduce este poemario de Louise Glück, donde esa tierra es duelo. El cementerio que lleva ese nombre cobra vida y se cobra a sus víctimas en sacrificio, como una fiera a la que hay que rendirle tributo. En “Mount Ararat” podemos leer: Como la tierra misma, cada una de las piedras de este lugar está dedicada al dios de los judíos que no duda en arrebatar un hijo a cada madre. Pero en este libro, además, Glück escribe sobre las fracturas familiares luego de la muerte del padre; la supervivencia de una madre y dos hijas, y también, sobre la lastimadura abierta que ha dejado la muerte de una bebé, otra hermana, muchos años antes. El núcleo familiar aquí es cuestionado; el amor se desnuda y no encuentra cobijo para mostrar la infancia de esos vínculos mezquinos, ciegos, que fuerzan a cada una a formar una identidad individual. Así, en el poema “Una novela” se destaca la figura paterna como el “figurón”, el organizador de una estructura que ha sido mostrada hacia afuera, pero que no se condice con lo que sucede al interior de lo que debería ser el hogar. Se trata de una farsa para esos lazos inexistentes que las mujeres, velando, no pueden reconocer y mucho menos, sostener, aunque el dolor de la pérdida las atraviese a todas por igual: Nadie sería capaz de escribir una novela sobre esta familia: Demasiados personajes parecidos. Además son todas mujeres; Solamente había un héroe. En “Apasionada de las flores”, las flores que crecen en el jardín de la madre son flores mortuorias. Desde su nacimiento, están destinadas a decorar el duelo. Lo saben la madre y la hermana, pero no este yo que se siente ajena: En nuestra familia, a todos les encantan las flores. Por eso las tumbas son tan raras: nada de flores, solo candados de hierba, La hermana es casi una competencia, es una otra a la que nunca logra llegar este yo. Tal vez, porque el reflejo que le devuelve es demasiado doloroso, demasiado igual. Esto dice en “Dalia amarilla”: Mi hermana es como el sol, como una dalia amarilla. dagas de pelo rubio en torno al rostro. ojos grises, llenos de brío. Hice de una flor mi enemiga: ahora me avergüenzo. Asimismo, hay una lesión muy temprana en esta familia y es la muerte de una hermana que apenas pudo vivir algunos meses. Por ello, el refugio que las niñas-mujeres han encontrado en la madre ha sido un techo inestable siempre a punto de desmoronarse, y ese vacío va a calar hondo en el yo que mira desde la adultez la fragilidad de la mujer-madre, pero que no puede perdonar la ausencia: En “Amor perdido” dice: Y algo cambió: al morir mi hermana el corazón de mi madre se quedó muy frío, muy rígido, como un pequeño colgante de hierro. Y en “Nana” agrega: Mi madre es experta en una cosa: en mandar al otro mundo a la gente que ama. Y es que a veces son las infancias las que deben sostener la precariedad de les adultes. Este parece ser el caso para el poema “Una fábula” en la que el yo hace suya la historia del rey Salomón, pues es la hija la que elige salvar a la madre, a sabiendas de que salvar a la madre supone la propia catástrofe: Supongamos que ves a tu madre debatiéndose entre dos hijas: qué podrías hacer para salvarla sino estar dispuesta a destruirte a ti misma: así sabría ella cuál era la hija legítima, la que no era capaz de soportar dividir a la madre. Dice Olga Orozco en “Tiempo y memoria” que la memoria es una actualidad de mil caras y que cada cara recubre la memoria de otras mil caras, y que el pasado estampa a veces sus huellas infantiles en los muros agrietados del porvenir. Y agrega, que esa memoria cuya acción es incesante y circular es la que ella elegía, no esa melancólica añoranza de brazos caídos que llamamos nostalgia, sino una memoria viviente y ávida, que se encarna y reencarna para descubrir, para perseguir significaciones como por primera vez. Tal vez en esa reaprehensión del pasado, el yo de este poemario encuentre alguna respuesta, tal vez sea la memoria la que allane ese camino. El libro cierra con un poema sobre un yo que habla sobre la primera necesidad, y el amor, como la única arma de combate contra la herida: Primer recuerdo Hace mucho, estaba herida. Vivía para vengarme de mi padre, no por lo que era él… por lo que era yo: desde el principio de los tiempos, en la infancia, pensé que el dolor quería decir que no me amaban. Quería decir que yo amaba. Ararat Louise Glück Traducción de Andrés Catalán Madrid 2021 Visor Libros 125 pp. Durante las cortas noches en las que nuestros cuerpos se empeñaban en revivir –oscuramente, con una esperanza tenaz y carnal que la razón desmentía en cuanto había amanecido–.
Jorge Semprún, La escritura o la vida Este es el epígrafe que da comienzo al libro que hoy reseñamos, Le viste la cara a Dios, de Gabriela Cabezón. Esta obra narrativa surge de una iniciativa de escritura de la editorial digital sigueleyendo.es, coordinada por Cristina Fallarás, en la cual se propuso reversionar textos infantiles. Y específicamente, cuenta Cabezón en una entrevista, a ella le asignan el relato de “La bella durmiente”, ‘una mujer que está todo el tiempo en una cama, sin la más mínima voluntad, ni el más mínimo deseo, ni la más mínima soberanía sobre sí misma… una víctima de trata’. Sin embargo, no es el único intertexto que subyace a esta obra. Desfilan en el mismo plano El Matadero, de Esteban Echeverría, porque se equipara a Matasiete con la figura del torturador-cafishio, y a la protagonista, con las reses del matadero; y el poema de “La noche oscura”, de San Juan de la Cruz, para aproximarnos a la soledad y desolación que vive el personaje: Noche oscura del alma En una noche oscura, El aire de la almena, en mi cuello hería, y todos mis sentidos suspendía. Quedé y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado; cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado. Con un lenguaje expresionista, directo y mordaz, este relato narra, en una inusual segunda persona, las terribles torturas que sufre ‘Beya’, la protagonista, así como el entrenamiento siniestro al que es sometida, mediante métodos aberrantes, a través de drogas o violencia sexual, para anular su voluntad de fuga del lugar en el que permanece en cautiverio, y ejercer la prostitución de manera sistemática. En esta obra, el estilo se lleva puesto a la trama. No se puede leer de forma liviana. La narración no escatima en vulgarismos escatológicos que puedan mostrar mayor rigor experiencial, precisamente, porque es a través de esta forma de decir que se logra transmitir la tortura de la manera más fiel posible. Si es que una vivencia así es posible de transferir. "Te enguascaron, te domaron, te peinaron para adentro y te hicieron el ablande: ahí aprendiste a los gritos nuevo nombre y apellido y te hicieron pura carne a fuerza de golpe y pija y así empezaste a saber que en el centro de ese antro lo que sos iba a ser muerto como restos de un puchero arrojados en la calle y el nombre de cada cosa enfermo de podredumbre desde el suelo del bautismo que te dieron el Rata Cuervo y sus amigos, los rufianes del Sabor, el puticlub de Lanús donde conociste a Dios". Esta segunda persona podría ser esa voz testigo de su padecimiento que no puede sostener la indiferencia, que siente el compromiso de no dejarla sola, de contarle cómo acontece, de poder cobijar y ayudarla a luchar contra su adormecimiento y su desidia. Esa segunda persona podría ser su propia voz, la de Beya, consciente hasta el más ínfimo maltrato, a pesar del aparente adormecimiento. Porque como dice Espinoza, Nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo… en virtud de las solas leyes de su naturaleza..., y qué es lo que no puede hacer salvo que el alma lo determine. … por no hablar ahora... de que los sonámbulos hacen en sueños muchísimas cosas que no osarían hacer despiertos; ello basta para mostrar que el cuerpo… puede hacer muchas cosas que resultan asombrosas a su propia alma. (Ética, parte III, proposición II, escolio.) Así también, este cuerpo adormecido, ultrajado, quizás no solo sea capaz de concientizar y narrarse estas violencias, sino poder luchar por su liberación. Le viste la cara a Dios Gabriela Cabezón Cámara Libros de la mujer rota 2020 Esa noche me la pasé pintando... Fondos blanquecinos pero opacos que significan la cara y contracara de la soledad nacida y de la soledad buscada. Si leíste Las primas, si te enamoraste de Yuna Riglos, seguramente cuando pases por cualquier librería del centro, cuando no te acordés de cuál fue la última novela que te recomendaron las write, tus ojos se van a ir inmediatamente a Las amigas, porque el título te va a evocar ese sabor a Las primas y, en definitiva, a la inigualable Aurora Venturini. Y si no leíste Las primas, quizás te encuentres con esta novela, con este título prometedor y te lo compres para tu próxima lectura, aunque es probable que ya no te enamores de la protagonista, Yuna. Hay en esta novela un desfile de mujeres (Antonela, la adolescente empleada y compañía de Yuna; Matilde Du Puin, otra artista como Yuna, y Fulvia y Flavia, una pareja de lesbianas, cuya relación no logra poder entender la protagonista, durante toda la novela), que entran y salen por su departamento, sin pedir permiso ni disculpas, y se van devorando la mínima esperanza de compañía de la bienintencionada Yuna, en una suerte de antisororidad y de egoísmo. Como reseñábamos allá por enero de 2021, Yuna López (Riglos) era “una mujer que se escapa de los cánones de ‘normalidad’”, y que la autora nos hacía parte de esta historia, porque “busca una narradora que nos interpela, nos nombra a quienes nos atrevemos a leer, y busca confrontarnos con la ferocidad de la vida, y por qué no, del lenguaje”. Yuna cada vez está más cansada y realiza menos esfuerzo por una sintaxis lógica, y prescinde de puntos y comas sin ningún pudor al escribir. Esta narradora-escritora tan fuera de serie escribe luego de la publicación anterior, Las primas, una especie de autobiografía, éxito editorial, sin dudas, dado que hace pública sus intimidades como una reconocida figura de las artes. Y aquí retoma el enorme esfuerzo que le implica escribir: “Solo escribo para tener memoria de lo vivido para después solo quemar los papeles que me retrotraen a los tiempos y espacios gastados y estropeados por el correr del Tiempo y del Espacio” (p. 49). Como puede verse, hay cierto juego entre la ficción literaria y la realidad, al mejor estilo cervantino, en el cual la narradora protagonista transgrede los límites de lo literario y realiza continuas referencias a su anterior publicación, Las primas, a la cual le confiere el éxito adquirido solo al hecho de que lleva su firma, como en sus pinturas: “… ignoro si se vendieron por sus valores intrínsecos o por la firma Riglos” (p. 22). Además encontramos otras alusiones a su primera parte, en las que muestran y, al mismo tiempo, ocultan su pasado, como un juego del que no está segura si va a poder eliminar definitivamente. Aunque eso quisiera. Y es que Yuna Riglos, desde sus casi ochenta años, instalada en el éxito, en sus innumerables viajes y en una soledad permanente e inevitable, escribe también para olvidar. Así nos lo expresa en otra parte de la novela: “Sé que mi intento de borrar y borrar ha cumplido su finalidad”, como si todas esas vivencias de desencuentros de amigas que la acechan a lo largo de esta historia se vieran obligadas a salir expulsadas, a través de su pluma, como vómito necesario para poder purgar desamparo, egoísmo y soledad. Las amigas es una novela que habita nuestros miedos más siniestros, y por tanto, los más silenciados: la vejez, la soledad y, en definitiva, esa muerte descarada que se nos aparece de la peor manera: Cómo podemos quedarnos sin vida, en la vida misma, aniquilar lo que nos queda y matarnos, aun cuando nuestro corazón siga latiendo y nuestro cerebro esté intacto. Las amigas Aurora Venturini Buenos Aires Tusquets Editores 2021 192 pp. Oh hoja que te mueves un poco
en cuanto absorbes los rayos del sol… Taneda Santôka (Traducción de Vicente Haya) El poder de la contemplación y la fugacidad del instante son elementos imprescindibles al acercarnos al haiku, y algo de eso se cuela en la forma en la que debemos leer los relatos que componen El sol mueve la sombra de las cosas, de Alejandra Kamiya. En este libro se nos pide prestar atención: hay algo del paso del tiempo, en años o en horas, que huye con velocidad y que nos hace ver diferentes según la perspectiva de quien mire. El nombre de esta colección es en sí mismo una especie de haiku, una invitación a encontrar la soga que envuelve y aprieta a las historias que lo componen, teniendo en cuenta las variaciones y la ligereza que puede dar la luz. La belleza de los cuentos de Kamiya está en las palabras precisas, solapadas en un ritmo que la autora logra con frases cortas y diálogos que no dicen más que lo necesario. A través de las cortinas que dejan pasar los rayos del sol, estos relatos dejan entrever cierto elemento nipón en la forma de mirar y percibir el mundo, incluso, en aquellas historias que nada tienen que ver con personajes o contextos de la cultura oriental. Los detalles, como una planta que crece a pesar y contra la fuerza de una pared, la decisión de caminar hacia el otro lado de la misma avenida de siempre, el símbolo de un pan horneado y amasado en lo que comienza a ser un hogar, son la llave para ingresar a los universos en los que nos sumerge la autora. Detalles, pero también, una voz que reflexiona, que detiene el relato para que, las pistas a modo de versos poéticos, nos estaqueen ahí mismo donde nos encontremos y entendamos que Kamiya va más allá en estas historias, pues la intención aquí es plantear preguntas, más que resoluciones, en las escenas que fácilmente podemos reconocer como cotidianas. Por otra parte, la familia es un elemento importante en todos los relatos: la familia de sangre que no se elige en “Un círculo pequeño”, o la que sí se elige, en “La casa”; la que se reacomoda en “Separados”, o la que falta en “Un koan para el señor Nishida”. La que ya no es y pide que esa transformación sea aceptada, en “El último paseo”, o la que dejamos perder en la distancia de lo que no decimos, en “Elefantes”. En el Kokinshu, el mitate es un recurso poético que consiste en crear una confusión visual entre dos cosas diferentes que se asemejan. Es esta misma transformación la que sucede frente al ojo avezado que lee los relatos de El sol mueve la sombra de las cosas quietas: lo que creíamos conocer de nosotres mismes habita en los objetos que nos rodean, nos completan y por eso nos atrevemos a nombrarlos, pero en esa traslación nos definen. En estas historias, la rutina se interrumpe por un cambio de mirada, por un cambio en la luz que destaca aquellas formas que nos habitan. Ese el eje común en los trece cuentos que componen este libro, con esa claridad debemos emprender el viaje que nos propone Kamiya, bajo la sombra de lo que nos hemos acostumbrado a ver, bajo esa enramada. El sol mueve la sombra de las cosas quietas Alejandra Kamiya Buenos Aires Bajo la Luna 2019 153 pp. “El cielo era todo nubes y tierra. Yo a veces pensaba que nosotros éramos los culpables de toda esa tierra flotando en el aire: la capa de nubes negras que taponaba el cielo no dejaba salir nuestras respiraciones y el aire se iba volviendo pesado hasta que empezábamos a ahogarnos”.
“Panza de burro” es el término que se utiliza en Las Palmas de Gran Canaria para denominar al cielo nublado, encapotado, que puede verse durante muchos días del verano y que da la sensación de que la temperatura es menor. Con esta clave de lectura es que debemos adentrarnos en la novela de Andrea Abreu. Dice Bataille que la literatura es la infancia por fin recuperada y esta, sin dudas, es una obra sobre recuperar la infancia y su mirada hacia la adultez. Podemos tratar de simplificarla y decir que se trata de una novela que habla sobre la amistad y el despertar sexual. Las protagonistas son dos amigas, dos niñas o casi adolescentes: la narradora –a quien Abreu no le pone nombre– e Isora, esa chica más atrevida que parece y hace cosas de más grandes sin ningún pudor y de quien la narradora, en esa fascinación, se siente aprendiz: “Me gustaba el color de su pelo y el de sus brazos. Me gustaba su letra. Hacía unas g con un rabo gigante que no dejaba que se entendiese lo que decía en la línea de abajo. Me gustaban sus ojos y tantas otras cosas. La envidiaba por cómo le hablaba a la gente grande. Era capaz de interrumpir las conversaciones y decir no, Moreiva es hija de Gloria la de la curva, no de la otra Gloria. La envidiaba por sus tetitas redondas y blanditas como una gomita con azuquita blanca, aunque a ella no le gustaban. Y porque tuviese la regla y porque tuviese pelos en el pepe. Isora tenía un monte de pelo negro tieso y picudo, como el cespe falso de las casas rurales”. Pero pensar en Panza de burro así tendría sabor a poco: aquí vemos un recorrido por una topografía particular – tal vez, Tenerife– y el uso de una lengua escrita que trata de plasmar el habla de quienes habitan la región. Abreu realiza un trabajo minucioso con la fonética y la disposición de las palabras e, incluso, las letras en el papel, para reproducir una manera de ser y estar en ese mundo que recrea. Dice Fabio Morábito que las letras de una palabra no existen, porque los fonemas no se pronuncian aisladamente; el fonema es una abstracción, una disección del habla o, en el mejor de los casos, un balbuceo. La palabra es entera como un soplo. Cada vez que deletreamos para oír mejor, detenemos ese soplo y nos separamos del mundo. La escritura inventó los sonidos aislados y exhibió una desmembración del lenguaje que era inconcebible antes de ella y que aquellos que no saben leer ni escribir desconocen por completo. En este sentido es que debemos “tratar de oír” y saber leer en Panza de burro. Por otro lado, Abreu retoma las costumbres y maneras de una generación que creció a comienzos del siglo XXI, al amparo del uso de las nuevas tecnologías y la explosión de las redes sociales, ese camino tan sinuoso del que ya no podremos volver. Y somos partícipes, entonces, de episodios en el que las chicas chatean en Messenger o toman clases de computación. Estamos frente a una generación que no tuvo referentes, pero sobre todo, frente al desamparo de figuras maternas y paternas: estas niñas se crían bajo la autoridad de las abuelas, esas mujeres que asumen sin querer el cuidado de las infancias mientras madres y padres deben salir a trabajar: “Isora odiaba a la abuela con todas sus fuerzas. En el colegio aprendió una vez que bitch significaba puta, y desde entonces siempre que la abuela le decía que si le lleves a Doña Carmen los güevos y las papas, que le cobres a la mujer, que le traigas dos cajas de muslos a la chica, cuatro panes, dosientos gramos de queso amarillo, dosientosincuenta gramos de queso cabra, que le pongas un trozo dulce guayabo a la chica, un saco papas, súbele unas gambas, que le cobres al estranero, que tú sabes hablar inglés, que yo solo sé hablar cristiano, Isora le respondía vale, bitch, ya voy, bitch, de acuerdo, bitch, lo que tú me pidas, bitch, gracias, bitch, alguito más, bitch? Y la abuela la miraba como desconfiada pero Isora le decía que bitch significaba abuela en inglés.” Mientras las amigas recorren a pie las subidas y bajadas, el terreno volcánico del pueblo, podemos ver la urbanización de las zonas turísticas y cómo les adultes que habitan la isla trabajan para quienes pueden tomarse sus vacaciones, otra gente, otra clase social. Escuchamos a las mujeres que quedan en las casas, comemos sus platos y podemos ver las fachadas de sus casas humildes: lo invisibilizado en esos lujosos centros turísticos tiene rostro y nombres propios. La novela comienza casi con la imagen de Isora vomitando para no engordar. Ese es el puntapié inicial de otro tema que subyacerá toda la novela: las reglas y los estereotipos relacionados a la gordofobia y a la sexualidad. Todo en Panza de burro tiende a cuestionar, todo tiene que ver con las sensaciones a través del cuerpo, el tacto; la historia nos empuja a ver esa época de la vida no como un recuerdo idílico, sino como la procacidad en las experiencias de esas niñas que deben sobrevivir a una época y un lugar que están mutando. Morábito se pregunta también si no existe en el seno de cualquier idioma, en el hecho de la pura interacción verbal, con sus deslices y sus malentendidos inevitables, con sus correcciones y sus pulimientos también inevitables, la conciencia latente de que sería posible decir de otro modo lo que se está diciendo, no solo cambiando el lugar y la entonación de estas palabras, sino usando otras palabras. Andrea Abreu juega con estas posibilidades en la novela, inventa una nueva escritura que “dice” otras realizaciones de ese español de las islas, nos lleva de viaje por palabras que pocos reconoceríamos, pero que gracias a este libro expanden sus horizontes. Hospital pediátrico, de Marina Cavalletti comienza con un poema a modo de prefacio. Hacia el final del mismo podemos leer el cuerpo inesperado/no puede nombrarse. Y justamente 'nombrar' es lo que intenta la voz que habla en este poemario, consciente de que al decir, creamos. Estamos frente a un yo poético que se reconoce al mirarse, pero, para ello, sabe que es necesario recordar la que ha sido.
El libro, además, se divide en dos secciones: en “Piel” asistimos a los recuerdos de una mujer que mira hacia atrás para plantarse en el presente con la firmeza de quien sabe de heridas, pero también, de cicatrices. Es consciente de que es gracias a lo que pasó que puede sostenerse en el hoy. En “Hospital”, en cambio, estamos en un tiempo pasado. Somos testigos del dolor y de la experiencia que supone enfrentarse a la amargura de la internación y la cirugía en la infancia. Leemos en “Hospital Garrahan”: Mirar al techo, la respiración de los otros, la mía las piernas que me estallan, el tiempo como una babosa que no pasa más que pasa para todos menos para mí, incluso para mi madre que llora de madrugada para que no la vea También lloro ¿este cuerpo era el premio? María Ángeles Pérez López manifiesta que en este poemario, Cavalletti "dice la infancia atravesada en llamas (...), inscrita en nuestro cuerpo como una larga y delgada cicatriz, aquella en la que nos percatamos de la espesura de agujas y de hilos, la pierna en su bamboleo permanente, la temperatura afiebrada de lo real, la bella melodía rescatada". No puede pasarse por alto, por otra parte, la música que crean los textos, porque esta voz nos ofrece imágenes que, acompasadas en un vaivén particular, nos llevan de la mano para descubrir las vivencias de la infancia. Podemos leer en “Andar personal”: Transito la vida a paso ebrio, de mi boca salen confesiones que muchos atribuyen a una borrachera. Me embriago de un espejismo más potente que el alcohol: los márgenes. La percepción del propio cuerpo que se dice y al decir se crea, reconoce en sí misma la posibilidad de bailar a su propio ritmo: soy una mujer sube y baja/ camino tengo/ dos estaturas, leemos en “Regular”. Leopoldo Castilla se pregunta "¿cómo contener los abismos que se desencadenan cuando el propio cuerpo es un altar de sacrificio?" Y más aún "¿cómo enfrentarlos con la poesía y si no doblegarlos, objetivarlos para atenuar sus efectos con una suerte de resurrección después de librar una batalla física y otra en la conciencia?" Marina Cavalletti en Hospital pediátrico asume ese riesgo. A propósito del riesgo, dice Anne Dufourmantelle que "correr el riesgo de no morir plantea la pregunta de saber qué nos hace vivos", y la voz de Hospital pediátrico sabe lo que significa estar con vida: nadie se opera para no florecer. Dufourmantelle agrega que "la muerte es quien se arriesga en nosotros, eso es sabido. Tenerla imaginariamente en la línea de mira no nos garantiza el estar más vivos ni amar más". Pero para la voz de este poemario, que ha sabido de superación desde temprano, que reconoce en la infancia el sacrificio y el valor de saberse viva, la muerte en la mira es siempre algo posible, pero también, y cada día, una oportunidad. * Hospital pediátrico fue primer premio del Concurso Nacional de Cuento y Poesía Adolfo Bioy Casares, del Municipio de Las Flores, en 2020. María Zambrano en Filosofía y poesía dice que la poesía es huida y busca, requerimiento y espanto; un ir y volver, un llamar para rehuir; una angustia sin límites y un amor extendido. Y añade que es un abrirse del ser hacia dentro y hacia afuera al mismo tiempo. Es un oír en el silencio y un ver en la oscuridad. Si eso es cierto, la poesía decanta en La causa de las cosidas, de Carina Rita Medina, desde lo interior, abriéndose al espacio de lo público, en la experiencia compartida.
¿Quiénes son las cosidas? ¿Y por qué han estado rotas? Quien habla en este poemario da respuestas a través de su propia experiencia, que nunca es la de una, sino la de todas las que despiertan, las que están despertando colectivamente. Al recorrer el libro, nos encontramos con las voces de mujeres no importa dónde, puede ser la frivolidad de Nueva York o la aridez de la Patagonia, todas están tejiendo una red. Por momentos, parece que escuchamos el cuchicheo de esas mujeres que han sido destinadas al cuidado del hogar, de las infancias, de otres, en el secreto de lo privado. Pero por momentos, esas voces se alzan para señalar e interpelar otro futuro: Trepadas sobre el espacio al que no diste árbol, seremos sonaja de la mano fruta al viento Y en “Questions, 5th avenue”, leemos: Hermanas, ¿No diremos ya conejo? ¡O liebre! Desde la ventana del auto, desde el patio fumador, el avión. Cuando la nube acontezca, sabremos, desde siempre, que solo es vapor, memoria del agua. Los lugares habitan el cuerpo femenino, o mejor dicho, el cuerpo ya es un lugar en este poemario. Ese cuerpo se metamorfosea para ser oveja o loba, sacrificio y víctima. La sangre de una es la de todas, la caída de una es el fratricidio de Caín: Mío, tuyo no tiene hueco en nosotras. Soy vos. Las que han sido juzgadas buscan la justicia en la causa de las cosidas/ por el carnicero del espéculo / sin guantes/ marcados en la piel / de las muchas. Hay una voz que denuncia las vejaciones a la territorialidad del cuerpo para reaccionar frente a la clandestinidad del silencio, que devela para que algo (todo) sea distinto. Las ilustraciones de Aixa Sacco terminan de conforman el universo personal de Medina, marcado por la ironía y una particular elección de combinaciones en las metáforas, para ponerle nombre a una historia a la que hemos sido sometidas como mujeres, que no ha sido, sino hasta ahora, dicha. Alicia Frischknecht se pregunta sobre La causa de las cosidas dónde fue la vida, y la respuesta llega a través de la experiencia que produce la lectura de este poemario: no está por cierto en un lugar, ni en un monumento, ni en la trama secreta de la historia de los libros. Está en esta red que tejemos todos/as. La causa de las cosidas Carina Rita Medina Neuquén Tanta Ceniza Editora 2019 91 pp. Susana Zazzetti se pregunta ¿Dónde nace esta voz con claridad de mar, de agua? ¿De quién nace? Y quienes tenemos la suerte de acercarnos a Luz de agua, el poemario de María Chapp, podríamos responder: de las profundidades de lo sencillo.
El recorrido del libro nos propone iniciar con un epígrafe de Juan L. Ortiz, ese poeta que erosionó los bordes de la poesía y supo ser río. Y este dato no es casual, todo el libro estará atravesado por una voz poética que transcurre por canales misteriosos, filtrándose en las experiencias de les ancestres, pero también, en la ofrenda del propio presente. La primera sección, “Navíos”, nos transporta al pasado migrante. Hay una urgencia por reivindicar a quienes han engendrado esta voz que habla: alguien espera este poema, leemos como primer verso, pero ese alguien ya ha sido. Estamos frente a la Ucrania de la pobreza, es otra lengua, una lengua de mar que atraviesan barcos en boca de la noche y que esta voz poética necesita traducir para nosotres. Si continuamos avanzando, la corriente nos llevará en un viaje al oriente y su “Ley mayor”. Recorremos la religiosidad del Ganges y el Nilo de la mano de dos poetas que llevan nombre de agua: Alfonsina y sus sandalias de musgo, y Alejandra y un barco que parte de ella. La sección entera es una plegaria que desarma un pedido por saber dónde se es cuando se es agua. Así leemos en “Salmos”: mitad del mundo ningún epitafio solo mar vertical llega el milagro pide ser nombrado Hacia la última sección, nos encontramos con un largo poema, “Cuerpo de río”, en el que una genealogía de poetas unen sus voces a la que habla, para reconocerle su propia identidad. Aquí ya no hay un afuera que sea líquido ni un adentro que lo contemple. La voz es el mismo mar: pero el río siempre se bifurca rodea las costillas de quien nada sobre su verde Susana Zazzetti dice que la autora de este poemario crea su mundo literario con trabajo de orfebre, y no se equivoca. Agrega que, sin improvisaciones, sus versos se construyen sobre piedra sólida, sobre una filosofía y una cosmovisión que enlaza lo cotidiano, lo social, el cuerpo y lo sagrado. Si como dice Blanchot, en el poeta recae presentir la relación del terror y la palabra, y si en la palabra siempre está la Piedad antigua que encarna el horror propio de todo decir, la voz poética de este libro se hace al decir, y crea al decir, pues cada mirada deshoja su objeto. En Luz de agua estamos invitades, como lectores, a conocer la esencia de una voz consolidada, que reconoce en la herencia su identidad, pero que al dejarse fluir por las aguas de lo que sucede, confía en el devenir. Luz de agua María Chapp Buenos Aires El Mono Armado 2014 66 pp. El hombre de los ojos
Atormentados, Sobre todos estos secretos; Y al estrechar mi mano con la cordialidad De las almas supremas, Me ha entregado el don de los horizontes; Jacobo Fijman Dice Úrsula Le Guin en Contar es escuchar que para quien escribe ficción, para quien narra, el mundo está lleno de historias, y cuando una historia está presente, lo está, y solo hace falta estirar la mano y tomarla. Luego hay que ser capaz de dejar que se cuente a sí misma. Pero primero, hay que ser capaz de esperar. Esperar en silencio. Esperar en silencio y escuchar. Al acecho de la melodía, la visión, la historia. No hay que forcejear con ella ni empujarla, sino esperar, escuchar y estar listo para cogerla cuando se acerca. Se trata de un acto de confianza. Y confiar en la historia que suena es lo que Virgina Caramés logra en su primera novela, Las cuerdas de Jacobo. La narración comienza; estamos en un hospicio; suponemos que el personaje que apenas va a dibujarse, ese hombre paciente que nos recuerda a ese otro que fue en la vida real Jacobo Fijman es el foco de atención. Es un tiempo pasado, 1963, y hay una joven mujer, una enfermera tal vez, Marta. Pero el relato va a tener otro escenario, debemos escuchar mejor. 2013, las inundaciones en el campo y esas postales tantas veces de nuestros pueblos en el televisor. Va a tener otros personajes, Cacho, Homero, Oscar, y lo ilegal para cobrarse a una víctima o a un culpable. Fijman atraviesa la historia desde los márgenes, sosteniendo las cuerdas que unen a estos personajes. Vamos a encontrarnos con fragmentos de su obra poética al pasar, como una especie de melodía, como pistas para descifrar qué sucede entre el ir y venir temporal, entre el pasaje de unos personajes a otros. Luego de un incendio, la inundación, dos caras de una misma moneda como escenarios para un desenlace fatal. Necesitamos prestar atención a esta melodía, el destino final es Andino, un pueblo de Santa Fe. ¿Quién va hasta allí y qué es lo que busca? Elití, una chica enigmática, aparece para darle ese otro vaho de suspenso al relato. La inundación es la metáfora de la desgracia inminente: Elití decía que todavía no se encontraban en el interior de la laguna: navegaban por la inundación. Cacho reflexiona, Cacho escapa: ¿Y por qué será que las cosas se tuercen, eh? Yo quiero hacer las cosas bien pero son las cosas las que se tuercen. Marta es una especie de llave para abrir las mil puertas de este relato, lleva unos papeles, unos dibujos, a quiénes pertenecen, por qué son tan importantes y cuánto se pagará por ellos. El manejo de los tiempos en una prosa ágil hace de Virginia Caramés una narradora avezada. Todo queda insinuado, estamos frente a un robo, un enigma, pero somos quienes hacemos la pesquisa como lectores. Nada queda explicado del todo, quienes leemos debemos atar las puntas sueltas de esas cuerdas que Jacobo va dejando sueltas, con la inocencia de un niño, para poder rearmar hacia el final toda la historia. Algo de misticismo se cuela en esta prosa, personajes que no sabemos si existen o no, la bruma de la inundación, la humedad, que recubre todo el escenario para darnos la posibilidad de reconstruir con las pistas que en cada fragmento nos va dando a cuenta gotas este narrador. Agrega Le Guin que las ideas provienen de la experiencia. Pero una historia no es un reflejo de lo sucedido. La ficción es la experiencia traducida, transformada y transfigurada por la imaginación. La verdad incluye los hechos, pero no es coextensiva con ellos. La verdad en el arte no es imitación, sino reencarnación. De eso se trata Las cuerdas de Jacobo. Con esta premisa como clave de lectura, debemos entrar al universo que Caramés construye en una melodía y solo quienes le presten atención a esa música podrán descifrar el misterio. Las cuerdas de Jacobo Virginia Caramés Buenos Aires Griselda García editora 2021 123 pp. |
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