Si el presente es una ilusión, pues todo lo que está aconteciendo ya es pasado, La brevedad de los días, el último poemario de Martha Cecilia Ortiz Quijano nos lo recuerda. En su lectura estamos de cara frente a la fragilidad de la vida.
Este es un libro anclado en un territorio en el que la esperanza busca en el pasado, no en el futuro, de modo que debemos ser conscientes acerca de las raíces que nos constituyen y nos identifican. Estamos en presencia de un memento mori: somos efímerxs como la debilidad de unas hojas de papel ante el agua; la muerte acecha en el río que es vida, pero también, peligro. Para entrar en el mundo que nos propone Martha Cecilia contamos con la guía de la maga Olga Orozco: “En este territorio engalanado por las/burbujas de la muerte”. Esta es ya una clave para la lectura, ya que el espacio va a ser cercenado por la dificultad; pero el linaje de mujeres será refugio y rescate para quien quien habla en el libro –una voz decididamente femenina–. En este sentido, el poemario va de la oscuridad a la redención. Dice Elvira Alejandra Quintero, en las palabras preliminares, que la primera parte del poemario, “El estallido de los gorriones” está protagonizada por la alianza brutal e inaceptable entre vida y muerte. Nos abre la puerta al río, ese fenómeno natural tan avasallador que hay que conocer y con el que hay que tener cuidado. En esta sección la voz poética convive con sus muertos: la niña de la comunidad Embera Chamí, Enrique Oramas, Yaneth Calvache. Y es que “cuando muere un árbol/sobre sus raíces no habrá exequias/se irá erguido mirando al cielo”, dice el poema “Árbol”, a modo de homenaje. Hay una referencia a la tierra colombiana constantemente y así podemos leer en el poema “En mi país todos los días muere gente”: En mi país todos los días muere gente no importa si son niños que aún no hacen camino o gente con ojos de ocasos. Y en el poema “Ofrenda de sangre” nos dice: Con la rueca y el ovillo se han hilado los días de este territorio casi olvidado por los dioses. En este vínculo que establecemos con nuestros muertos es bueno recordar a Vinciane Despret, quien afirma en A la salud de los muertos que si no los cuidamos, los muertos mueren totalmente. Pero el hecho de que seamos responsables de la manera en que van a perseverar en la existencia, no significa de ninguna forma que esta esté totalmente determinada por nosotros. La tarea de ofrecerles un «plus» de existencia nos corresponde. Este «plus» se entiende, ciertamente, en el sentido de un suplemento biográfico, de una prolongación de presencia, pero sobre todo en el sentido de otra existencia. Y luego agrega que ayudamos a los muertos a ser o devenir lo que son, no los inventamos: Sea un alma, una obra de arte, un personaje de ficción, un objeto de la física o la muerte —porque todos son el producto de una instauración —, cada uno de estos seres va a ser conducido hacia una nueva manera de ser por aquellos que asumen la responsabilidad, a través de una serie de pruebas que lo transformarán. Otro de los elementos que incorpora la primera sección del poemario es la guerra. Va desde la tierra colombiana a Kabul, no importa dónde, siempre deja destrucción y no importa el bando o la toma de posición, se pierde. “El duelo, como la justicia, siempre es insuficiente” - ha dicho Derrida –: “Un acto de reparación absoluta es imposible, por ello se rehace, se renueva, se repite, pues la restitución nunca es completa”. En la segunda sección del libro de Martha Cecilia nos internamos en la ancestralidad, el linaje familiar, para indagar sobre la propia identidad. Porque la identidad es memoria y así puede construir. Aquí también estamos para despedir a los que ya no están, el padre, el hermano. La presencia de la madre aparece como tejedora, como el huso en el que se comienza y a donde se termina. La memoria es la de una hija que ahora está construyendo por todas las que las precedieron: “Por ellas, mis ancestras” se titula uno de los poemas. En la tercera sección, “Los destellos del relámpago”, encontramos el poema que da título al poemario, y en el que leemos el alma del libro: Me he tenido que asir con todas mis fuerzas a mis raíces, como única salvación, aferrarme a la tierra, el viento de la vida que sopla, única verdad posible, a mi familia y a los que amo ante los estallidos de tantas guerras. En estos textos la lluvia hace su presentación, la lluvia que lava y permite la resurrección. Aquí el ser amado se aleja en la distancia que borronea el agua. Así leemos en el poema “Diluvia”: Afuera llueve y no es febrero adentro diluvia sobre las horas caídas sobre el único espacio posible el cuerpo del poema y entonces, escribo, escribo para no morir. En la cuarta sección encontramos un homenaje a otras voces de la literatura: Fernando Pessoa, Raúl Gómez Jattin, las mujeres, aquellas que le han cedido voz a la que habla en el poemario: Alejandra, Hipatia, Lilith. Si seguimos la historia de estas voces, los vestigios que han quedado en sus textos, tenemos aquí una cartografía poética en la que Martha Cecilia despliega su agradecimiento y sienta las bases de su propio recorrido. “Nada de lo que alguna vez aconteció puede darse por perdido para la historia”, ha dicho Walter Benjamin, y Martha Cecilia lo sabe. La última parte del libro –un gran poema en prosa– está dedicada íntegramente al linaje femenino en la consideración del cuarto propio: “Entre el caos de este cuarto que en ocasiones ha sido patria y cárcel al mismo tiempo”, dice el poema. Hay una apelación a un “tú” que es la propia voz, que es todas las mujeres: “Pensé que ya reconocerías que somos hijas de Yemayá, «madre de todos los mares» y que el sonido de la lluvia golpeando los techos del vecindario y el olor a tierra mojada están entre las cosas que más disfrutamos. Que nos miramos desnudas frente al espejo cada mañana y que envueltas en velos rojos danzamos sin parar”. Iovino y Opperman en “Ecocrítica material: materialidad, agencia y modelos narrativos”, afirman que “el cuerpo es un colectivo de agencias y un palimpsesto material en el que se inscriben relaciones ecológicas, ambientales”, en el sentido de que estamos conformados por materia, pero también, por tejido. Esa materia que vibra para vivir es en el poemario es el entramado de las hermanas, de las que estuvieron y de las que vienen, que tremidanen consonancia con la tierra. Violentar los territorios es, en definitiva, atentar contra la integridad de quienes somos. El libro de Martha Cecilia Ortiz Quijano pone el acento en la fragilidad del mundo que hemos conocido hasta ahora, denuncia en ese hacer consciente la escala acelerada de violencia y destrucción a la que hemos sometido los territorios y los cuerpos, pero también se anima a nombrar lo posible. Si Jean-Luc Nancy en Lengua apócrifa manifiesta que la poesía –o mejor dicho, la palabra– es esa cosa sosteniéndose sola, innominada, más allá de su nombre, más allá de todas las significaciones tramadas por el sujeto, y como su desenlace, como su resolución mucho más amplia que nosotros, a la medida del mundo. Porque la lengua al fin sirve para eso o para nada. Para excedernos infinitamente, a nosotros y a todos nuestros lenguajes, no nos perdamos el recorrido de La brevedad de los días. De la mano de las mujeres de Martha, caminemos los senderos de la selva hasta llegar a la otra orilla. La brevedad de los días Martha Cecilia Ortiz Quijano Grupo Editorial Sial Pigmalión Madrid, 2024
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