En el diccionario, diesis es un término circunscripto a lo musical. Es cada uno de los tres tonos que los griegos intercalaban en el intervalo de un tono mayor. Supone un quiebre, una pausa, una alteración, entonces, que tras un brevísimo lapso, eleva un semitono cromático la nota que precede. En el mundo griego, además, los pitagóricos plantearon la idea de la armonía, como condición del alma, entre lo matemático y lo musical. Diesis de Marcela Rosales, se envuelve en este mundo, entonces, y es este el significado que debemos desentrañar en las diferentes capas de lecturas que nos propone la autora, casi como escalas musicales.
Luego de este año pasado de pausas y quiebres, el poemario de Rosales, publicado en 2017, nos interpela de otro modo, en un diapasón que afina nuestras búsquedas, nuestras pérdidas, y nos recuerda las escenas grabadas ya para siempre en la memoria, con bandas sonoras de fondo. El poemario está inevitablemente cruzado por una melodía, en la entonación de una playlist personal que recorre acápites de Don Lunfardo y el Señor Otario, Jakob Dylan, David Bowie, la banda rosarina Cielo Razzo, Bob Dylan, Lou Reed, Sarah Vaughan, Eric Clapton o Luis Alberto Spinetta. La poeta ofrece un concierto para el dolor de la pausa, sí, pero también para la posibilidad de crecer, en cualquier sentido, luego de esa espera. Diesis se compone de cinco secciones que balancean el ritmo de lectura en un in crescendo que va desde el afuera, la ciudad, les otres y, con el vaivén de la música, nos acerca a lo íntimo. Así lo inhóspito de la vida en la urbe, en el apartado “La ciudad quemará tus ojos”: La parada del ómnibus sigue ahí - después de cuánto, ¿quince años?- ¡Fuera Monsanto!, ilustra el cartel. Fuera sí, montanto, no tengo resto para intoxicarme más. (en “Línea de pie”) Por suerte, en la ciudad nadie mira hacia arriba. Hay demasiados cuerpos balanceándose cabeza abajo -pendiendo de un hilo- no siempre se precipitan sobre el asfalto. (en “Suspensión horizontal”) Hacia la mitad del libro, en el apartado “Un hombre de ojos calmos”, la voz poética habla ya a un vos para interrogarlo sobre el nosotres que no fue, que se ha diluido en una melodía que es siempre triste, como un dejo de jazz: Y la música… ah sí, la música en el hueco de la caricia el oído saturado de pasiones ajenas. (en “Replay”) Porque el espacio se va haciendo cada vez más íntimo, la ciudad deja paso a lo doméstico, la casa, la habitación, la caricia que necesita, sediento, el cuerpo de esa voz que nos habla. La canción y su armonía acompañan al yo poético que se asoma por la ventana, que habita la nostalgia, “in a silent way”. Así en el apartado “Tu mirada tiende a mejorar”: Qué tienen el jazz y la lluvia en su cadencia mansa como el roce inicial de tus dedos sobre el piano que nunca has tocado con ese lento compás que cada noche me desnuda en un réquiem de murallas (de “There is you”) Enciendo otro cigarrillo abro el ventanal la lluvia frasea lentamente y la noche, adormecida en el sopor de los santos, me estremece la piel (qué calor hará sin vos en este cementerio) blackbird subo el volumen y bajo la persiana. (en “Rain boy”) Pero, tal vez, la clave de lectura de este poemario, esté en el poema “Dies irae”, con el Requiem de Mozart sonando a todo volumen. Quizás, con la escena en un cine, de alguien que parte para dejar atrás la vida de quien se queda en un “intervalo muerto que evita nombrar”: He vivido desde entonces a solas con mi furia acuclilladas ambas en el hueco ensordeciéndome de música Leandro Calle dice, sobre el poemario, que cuando leemos Diesis, tenemos la posibilidad de arder y de habitar el intervalo, momento de suspensión y de pregunta. Coincidimos con Calle en que este poemario nos permite habitar lo que parece vacío, el espacio que deja la pérdida en un mientras. Todes supimos de espacios de espera y de perder, este último tiempo, y Diesis no solo nos habla de ello, sino que le pone notas musicales al silencio de no saber qué viene después. Pascal Quignard en Butes nos habla de la música, un lenguaje anterior a la lengua, a las mismas palabras: La música que está ahí antes de la música, la música que sabe “perderse” no tiene miedo del dolor. La música experta en “perdición” no necesita protegerse con imágenes o proposiciones, ni engañarse con alucinaciones o sueños ¿Por qué la música es capaz de ir al fondo del dolor? Porque es allí donde ella mora. La música vive en la tristeza, y Diesis es un muestrario de emociones en los que la música logra decir aquello para lo que no encontramos palabras. Enrique Valdés, a propósito del mito de Orfeo en la poesía del Renacimiento español, nos dice que, como en Orfeo, poesía y música son posibilidades de ascenso y de descenso para alcanzar una felicidad siempre fugitiva […]. La presencia siempre efímera del bien querido, la fugacidad de la dicha. Y qué si no de eso se trata Diesis: del peligro de mirar para atrás, como quien sabe que hubo pero ya no, como quien sabe que la música es la única manera de encantar a nuestras bestias, para cruzar esa grieta de la espera que es el mismo inframundo, una grieta necesaria porque es en cada une, inexorablemente. Leonard Cohen ha dicho en esos versos memorables “hay una grieta en todo/ así es como entra la luz”, de ese intervalo, de esa claridad, nos habla Diesis. Diesis Marcela Rosales Córdoba Alción 2017 95 pp.
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por Victoria Herreros Shenke
Eva en barricada es la nueva entrega de Sandra Flores Ruminot, poeta chilena, radicada en Mendoza, hija de chilenos exiliados en dictadura, lo que lejos de ser un simple dato biográfico, es más bien el precedente de la producción literaria de esta autora revolucionaria. Sandra ha elegido el camino de la agitación simbólica, la que en el cuarenta y dos llamó a hacer Simone de Beavoir, en El segundo sexo. El símbolo que agita, es el símbolo Mujer, que según Lucía Guerra, se trata de la prolífera creación de construcciones imaginarias con respecto a la mujer y lo femenino, producto de nombrar y definir colectivamente. La mujer sostiene, es un otro colonizado para la sociedad, que está preñada de máximas y proverbios que establece generalizaciones en cuanto a ella, articulada en base al placer masculino, descrita por filósofos, escritores, poetas, pensadores y científicos como menos inteligente, menos racional, menos capaz, como versiones incompletas del hombre. Es decir, que la devaluación de lo femenino, es la característica esencial de la producción cultural de origen patriarcal. Esto acompañado por la marginación de la historia del otro, en la que el sujeto colonizador, impide al otro colonizado relatar su propia historia, con el objeto de mantener su posición en la inamovilidad absoluta, es por ello que se nos ha excluido de la teología, la política, las artes, la educación, se nos ha privado de la universalidad y del derecho a contar nuestra propia historia; el hombre se ha atribuido el derecho exclusivo al uso, intercambio, y representación de la mujer. Como si los pensadores, a la manera colonial de la conquista de América, se hubieran sentado a debatir si las mujeres poseíamos alma y hubieran llegado a la conclusión que no, pero en cambio tenemos ánima. Como si el símbolo mujer, fuera un ectoplasma que existe antes que nosotras, y llegáramos solo a habitarlo. Sin embargo, la autora, desde su propia otredad, subvierte estos valores, interpela a la narrativa patriarcal generalizadora, se toma el derecho a describirse y relatar su propia historia, eso lo deja en claro desde el mismísimo título de la obra. La imaginación masculina, proclive a consideraciones binarias, erige la figura de la veneración a la madre, asexuada, inocente y pasiva, por lo tanto, la imagen de Eva, la primera mujer del mundo encendiendo la barricada, nos advierte que esa mujer, no es ni asexuada, ni inocente, ni pasiva, sino todo lo contrario, se trata de la primera rebelde. En contraparte binaria de la imagen de la madre, en esta imaginación colonizadora que produce estereotipos, se encuentra la figura de la puta, a la que se le atribuyen características negativas, se le repudia, se establece como lo que una mujer no debe ser, sin embargo, la autora se apropia de ella, en el poema II la enaltece y aboga por la libertad sexual femenina: ¿nunca pensaste ser otra? una ramera rubia de labios cosmopolitas irte de cumbia y tajo abandonarte en brazos de los desconocidos hacer el amor en los baños públicos. La autora, conoce muy bien el símbolo que habita, sabe perfectamente de dónde viene y quién lo creó. Sabe lo que la narrativa masculina ha hecho de ella, y a la manera de Eva, se niega a acatar sumisamente el rol asignado. Así en el poema V, dialoga con la mayoría de los estereotipos patriarcales y se reivindica: “no te perdonarán no sabés cocinar como tu abuela limpiar como tu madre tejer como tu tía no sabés ser la esposa madre novia que deberías no te perdonarán no cabés en su molde sos inmensa no necesitás el perdón de nadie”. El cierre del texto, representa la subversión completa del símbolo. La culpa se le ha atribuido a la mujer a través del mandato del deber-ser y el deber-no ser. Se la culpa por ser la generadora del pecado, por el exilio del paraíso y por la violación que sufrió, por eso, la autora sostiene que no le debemos nada a nadie y establece una suerte de deber-ser-como-se-tecante. Muy consciente de los mecanismos de producción y reproducción de violencia que acompañan al símbolo mujer, en el poema II denuncia la marginación de la historia del otro, de la que proviene la marginación de las mujeres: “¿no ves que el hueco de tus manos asfixia la medida de mis sueños? ¿no ves que me estás borrando que mi nombre está mudo que pronto no sabré pronunciarlo?” Y también, en el poema XVII, denuncia la colonización del otro, en el que este solo existe para satisfacer las necesidades del sujeto colonizador, convirtiéndolo en objeto de producción: “pero hay líneas que no deben cruzarse nunca como esa que cruzaste cuando me corriste de mí para tu colonización”. En el poema XXXI, desafía la producción cultural patriarcal, interpelando a Oliverio Girondo, aunque en términos de producción y reproducción del símbolo mujer, podría insertar cualquier otro nombre de autor masculino y obtendría el mismo resultado. El hecho que haya elegido el texto "Espantapájaros", es meramente una forma de ejemplificar cómo las mujeres hemos sido descritas desde lo masculino, desde las necesidades y deseos del macho, sometidas a su aprobación y reprobación: “sabés una cosa Oliverio me tenés hasta los ovarios con el versito si no saben volar pierden el tiempo conmigo vamos desmitificando me levanto a las 7 am trabajo estudio crío hijos leo hasta la madrugada escribo ¿vos querés que vuele como mariposa?” La problemática y roles femeninos, es otro eje que articula este libro, en los textos XI, XII, XIII, XIV, XV y XVI la autora repasa el tema de la violencia de género, las violaciones y los femicidios, que en Argentina, alcanzaron un número de 268 en el 2019, según la Oficina de la Mujer (OM). Reflexiona sobre su causa y origen patriarcal, que genera la imagen de la mujer como una posesión, la imagen central en la adquisición y demostración de la masculinidad. Por ejemplo, en el texto XV relata: a mí me tocó un tipo a los siete años se metió en mi infancia me tocó en la oscuridad de una pieza en la cama de su hija al lado de ella a mí tan miedo y primer grado a mí tan quiero escapar y no puedo. Sin embargo, para Sandra, las mujeres no somos solo las que nacimos con vagina. En el texto X, también se da un tiempo de homenajear a Lohana Berkins, defensora e impulsora de la identidad trans en Argentina. Y tampoco cree que somos víctimas impotentes, también habla de las que se defienden, logran sobrevivir a los ataques y luego son condenadas por defenderse, así lo relata en el poema XVIII. Además establece una suerte de manifiesto en el poema XXVIII que pareciera dialogar con el poema "Miedo" de Gabriela Mistral, como si la niña, vuelta golondrina, princesa y reina, hablara de adulta y dijera que no quiere que las mujeres escribamos poemas tristes, ni le escribamos al romántico amor, y en el texto XL: “las gatas rabiosas nacimos en la cara oculta del mundo”. En este libro, la autora habla de cómo realmente somos, “más realistas de lo que nos imaginan”, como diría Mistral, con una voz fuerte y clara, sin pelos en la lengua, reflexiona sobre nuestro lugar en el mundo, como un otro signado, y se desprende de todo aquello, desafía todas las preconcepciones asociadas al género y sus consecuentes violencias para establecernos como eternas luchadoras. En una sociedad patriarcal, las mujeres luchadoras son parias despreciables, pero ahí están, “las disidentes, las locas, las que miran el futuro con las manos llenas de cielo”, dándole categoría y régimen a la época. El tiempo del poema es un tiempo vertical dice Bachelard. Ahí donde tenemos que ir muy profundo o muy alto está la gema del poema, el instante que destruye la continuidad del tiempo. El poema ocurre porque se anula la posibilidad de lo fugaz o porque la inmoviliza. Eso es lo que sucede en Tabaco Mariposa de Elena Anníbali.
Cada uno de los 22 poemas son una suerte de fotografía en movimiento. Quien lee recorre el recuerdo para tejer (“para anudar” diría Bachelard) este libro de Anníbali que en palabras de Alejandro Schmidt devela “epifanías violentas del sur cordobés.” Porque si de algo estamos segures al leer esta obra es de la violencia de las palabras. Anníbali tensa el lenguaje para revelar lo oculto en las vivencias. Un cuadro que se presenta ante los ojos del lector con un doble fondo. Kamenszain (2016) en su libro Una intimidad inofensiva, advierte que el poema: en su actividad desbordada, se dispone a expandir su campo de acción y para eso necesita echar mano de recursos que lo conecten con su propia historicidad. Así es como empieza a recurrir a los tiempos pretéritos, aliados indiscutibles de la narrativa. (p.12) Así, los poemas de Tabaco Mariposa nos toman de la mano y nos llevan por el camino de la memoria. Se develan personajes y lugares que constituyen el escenario del recuerdo. Los nombres en minúscula parecen querer advertirnos sobre el anonimato de estos seres: deolinda, lalo, rubén, enzo son, en última instancia, restos, lo que queda de esa carrera contra el olvido. Hay una contraposición continua entre el pasado y el presente. En algunos poemas, se entrevén las marcas del “progreso”: “ahora manejo por la 36 y solo se escucha/ el frufrú de la soja/ los aviones cargados de roundup” (p. 12). Si seguimos avanzando, esa contraposición entre “ahora”/“antes” no solo modifica el paisaje, implementa nuevos sonidos, toma los baldíos para volverlos edificios, asfalta calles sino que también traza el ritmo de la vida en la que la niñez se vuelve adulta, y por lo tanto gana gravedad: “mauro es un hombre ahora” (p.17), “jugando al animal ciego/ ahora/ la sed es real (p.18)”. El punto de inflexión donde sucede el pasaje a la adultez, el ritual de iniciación se evidencia en el poema que le da el título al libro: tabaco mariposa aprendí a fumar con rubén enrollando tabaco mariposa en papel de seda lo hacíamos de noche sentados en un escalón de la casilla mientras a nuestros pies sus lánguidos perros soñaban con la sangre dulce de las liebres en el monte cercano a veces todo era oscuridad, salvo su cara iluminada brevemente por el fuego como un animal por los relámpagos el día que se fue del pueblo me dejó su radio y los jabones partidos que yo usaba pasándomelos despacio por el cuerpo con la última espuma disuelta en el agua se fue, también, la memoria y el deseo de él una cosa fragante y sutil como los eucaliptos cuando los moja la niebla Y donde hay tiempo que corre, está la espera de la muerte que por momentos se emparenta con el agua: la creciente, el aljibe, el tanque, el mar, la lluvia llevan en sí la metáfora de la vida y de su fin. Hay una experiencia con el agua que se vuelve a veces corporal “hubo algo carnal” (p.25) dice la voz lírica al narrar lo sucedido en el tanque. De alguna manera, podemos pensar la experiencia de lo tanático, que atraviesa toda la obra, como una supraconciencia, como si el descubrimiento de la vida fuera más bien la de la herida de muerte. Es decir, casi podemos hacer extensivo, como un rezo, los versos “todo era una hora/donde la muerte comenzaba/ a besarnos los ojos”. Y es eso en definitiva lo vital, lo visceral que se descubre. La putrefacción gana la carne: “no sé si esto sea el estrago/ la podredumbre” (p.12) o se adivina por la presencia de las “verdes moscas”. Pero esta especie de advertencia, que subyace en la lectura de los poemas, trae también la experiencia de lo erótico. Encarnado en la presencia de la animalidad; loba, perras hermanas, zorras se revelan como una cara más del yo lírico, que sin metamorfosearse asume la ferocidad de sus rasgos “conozco esa mansedumbre (…)/ pero yo mordí la mano” (p.19). A la conquista de la libertad le sigue la incertidumbre. Como quien abre la puerta y se encuentra la inmensidad. Esto se ve con mayor claridad en el poema “las hermanas”: somos hermanas, perra mi lengua y tu colmillo bebieron, de infantes, la misma leche lúgubre aprendimos la ira en los corrales de dar vueltas y vueltas contra la turba carne de la manada de oponer la testa al cascote de ver cómo la sangre se volvía sarro en el redondo cerco si me dieran a elegir yo juntaría tu pulpa y mi miseria para bajar a la línea de los incendios Tal como dice la propia Elena Anníbali en una entrevista con Diego Colomba para “Op.Cit.”: La aprehensión de la belleza –de lo que consideramos belleza– es débil. Es decir, no la aprehensión, sino la belleza en sí, que es fugaz, y es pura fuga. Lo que se escribe es sobre esa fuga, sobre ese estar siendo que deja de ser a cada momento. Por lo cual, creo que la escritura acompaña (quizá acompañe) ese movimiento de pérdida, de cosa yéndose. Y Tabaco Mariposa es la prueba de ello. Dice Marina Tsvietáieva que quizá el arte sea solo una ramificación de la naturaleza, un aspecto de su creación, y tal vez, los poemas de Luisa Futoransky, en Ortigas, sean esa prolongación de lo natural, como algo que sucede y da voz a lo que puja por crecer más allá del cuidado que le podamos proporcionar. Los poemas de Futoransky, silvestres, trepan de golpe ante la lectura, pelos urticantes que liberan una sustancia alcalina que no puede más que producir el escozor, la pregunta y la incomodidad, porque no estamos en el terreno de la indolencia, aquí hay una arenga y es tiempo de ver y escuchar.
La primera sección del libro, contiene poemas como un recorrido espacial, pero también temporal. El poema que abre el libro, nos traslada a Roma, el légamo del Tíber, los gladiadores de cartón. Luego París y una voz con reminiscencia andina hacia la que se ha sido, y más acá, Barracas, plaza Francia, las líneas de colectivos, la humedad porteña. Y ese podría ser todo el paseo esperable. Pero el recorrido que nos propone Futoransky nos lleva más lejos, hacia otros territorios innombrados, como el desamor en “Dolesme” o “Rueca con violácea: finalmente todo es pérdida olvidame que yo no puedo O a la vejez, esa otra región que nos resistimos a trasponer. En “Con los dedos”, Futoransky mira a la vejez no a través de la condescendencia, sino como quien describe un estado de situación: qué se espera de un viejo? que pida turno con especialistas que le confirmarán por si falta le hacía el deterioro irremediable que mate el tiempo que sus deseos como él se jubilen sin júbilo de la vida del paso y del respiro Así también en “Puchero”: sin embargo amanezco sin mayor nostalgia con el rabo del ojo miro las lápidas y estragos con que el tiempo me vengó Y es que nadie sale ileso de Ortigas, porque la lengua en estos textos quema, nos incomoda ahí donde interpela, y tal vez así, diciendo y solo con ese roce, es como puede curar. En la segunda parte, Crónicas, el viaje vuelve a tener nombres de espacios geográficos: “Cuarteto de Praga”, “Ortigas de Saorge” y “Gambier, Ohio”. Sin embargo, estamos en otros sitios. Aquí el tono es el de una denuncia: la referencia a la artista Friedl Dicker Brandeis y sus talleres de arte clandestinos en el campo de concentración de Terezin: primer piso, enfrente, una llamita, la ventana, a medio tapar por papeles de diario qué ilumina? alguien la mueve es viernes santo Saorge y el límite franco-italiano, es borde entre lo conocido y esas maneras extranjeras de mirar, como una cuesta empinada que hay que escalar, para incorporar ese paisaje escarpado que dice en otra lengua: sigo pensando en los bordes y márgenes evidenciamos las dolencias que oscurecen el centro. la noche sigue inmensa estrellada y la mañana fulgura de retamas recibí hace mucho que me despido mi urticante soledad Por último, Crónicas nos lleva de paseo por la cultura norteamericana y su “idénticas marcas, idénticas ofertas/acumulo, apilo, luego existo”. Nadie deja Ortigas sin reconocer algo de verdad, y en relación a ello y la verdad en la poesía Tsvietáieva afirma que “la verdad del poeta es un camino en el que las huellas se van cubriendo de vegetación. No habría huellas, incluso para él, si él pudiera ir detrás de sí mismo. No sabe qué dirá, y con frecuencia tampoco sabe qué dice. No lo sabe hasta que lo ha dicho, y lo olvida en cuanto lo ha dicho”. El camino de la poeta – agregamos nosotras – es un camino cubierto históricamente de ortigas, malezas que han tratado de ser arrancadas por preguntar y preguntarse, por molestar, y que sin embargo, vuelven a crecer indómitas, en cada estación. Este es el camino que reconoce y hace propio Futoransky, por ese camino la voz de los poemas ve transcurrir lugares que la confrontan con sus paisajes interiores y ahí es cuando necesita decirlos, porque pesan, porque intiman, y una vez dichos y solo con eso, pueden y necesitan ser olvidados porque, en definitiva, a eso nos confronta el paso del tiempo. Ortigas Luisa Futoransky Buenos Aires Leviatán 2011 69 pp. Mi animal espera. Paciente. Ojos abiertos. Inmóvil. Espera que le haga caso. No lo exige. Su manera de requerir es la espera. (Chantal Maillard en “La compasión difícil”)
Haber encallado en una isla, tener que sobrevivir esa soledad en el paso de los días, requiere de cierta concentración para no perder las nociones de tiempo y espacio. Así lo hemos vivido a través de varios relatos, a lo largo de la historia de la literatura. En La isla, de Mercedes Araujo, tal vez la experiencia sea otra y su lectura nos confronte con otros conflictos todavía más peligrosos: las islas dentro de nosotres mismes. Cierta especie de encierro sobre quienes somos, incluso en espacios abiertos, puede ser el sentimiento más recurrente cuando acecha el abandono, y eso lo sabemos bien por estos días. En el encierro, el cuerpo deja de percibirse como antes, y la voz que nos habla en La isla, lo sabe bien: su cuerpo adquiere características de reptil, a veces, de animal acuático, o bestia terrestre otras, porque ya no concibe una forma única; se metamorfosea con y por el entorno. Esa es la única manera que esa voz encuentra para soportar el dolor de la pérdida: Con mi cola larga, lengua ancha, roja y bífida mi aspecto marino es más temible que la herida que puedo causar Y en otro poema, leemos: Como un animal pequeño, de pelo débil con orejas puntiagudas, las manos y los pies de mona, con el pelo liso como el que tengo en estos días, así, creo, será posible sobrevivir en el mar. Hay una apelación a un “vos” que se ha ido y que ha construido ese espacio corporal que le sobrevive en un territorio inhóspito, rodeado ya nada más que de agua. Es una apelación como quien dialoga con une otre pero sin esperar respuesta, porque sabe que no la va a haber. Es un diálogo con el recuerdo de quien ha estado, alguien a quien se ha querido y que de algún modo, todavía se quiere. A pesar de que, por momentos, creemos que esa voz ha aceptado la pérdida y el desierto, sigue esperando visitas, y parece que ciertos viajeros podrían llegar, pero ningune es quien se fue, y no sabemos si quienes llegan lo hacen o es solo parte del mismo delirio que puede provocar la espera yerma: Espero recibir hoy domingo una visita, como un gato/levantar las orejas. Hay un espacio, entonces que va construyendo el yo mientras nombra: un espacio idílico, unas veces, en los que confluyen cuatro ríos, frutos y animales selváticos: ¿Ya te lo conté? Entre los cuatro ríos se ha formado una salina, el sol cae sobre ella alegremente y los pájaros solo se posan allí un segundo Y otras veces, un espacio abismal, un pozo, en el que ese yo queda sin respuestas, a la intemperie de la orfandad: mi cuerpo es el que fue echado a un pozo, en cambio hay otras bestias a las que siempre los leones se les arroban a los pies. Porque diciendo es como creamos, amando es como conformamos la existencia de que todavía algo vivo llevamos encendido adentro. Así dice Octavio Paz, en El arco y la lira, en relación con el lenguaje: “La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad. No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de conocimiento: lo primero que hace el hombre frente a una realidad desconocida es nombrarla, bautizarla. Lo que ignoramos es lo innombrado”. Y nosotras agregamos: la palabra necesita decir también a esas otras voces que no son “el hombre”, sino todo lo demás. La voz de La isla trata de decir y decirse para poder entender esa espera. Y Paz también asegura: “Todavía muchos afirman que los sistemas de comunicación animal no son esencialmente diferentes de los usados por el hombre”. Qué si no un desgarro, un aullido, es este clamor que escuchamos al leer el poemario de Araujo, qué si no una búsqueda, en definitiva, de ser escuchade por otre. La mitología nos ha traído a mujeres confinadas en islas como Calipso, “la voz encantadora”; Circe, “la hechicera”, o Morgana, la reina de la isla de las manzanas, Ávalon, para la mitología celta. Una voz femenina que espera confinada en un pedazo de tierra rodeada de nada es un motivo literario, sí, pero también es una experiencia real. Basta con leer y escuchar a diario testimonios de abandonos y ultrajes a los que somos sometidas las pieles no hegemónicas, para entender qué reclama quien habla en La isla, de Mercedes Araujo. Es cierto, sin embargo, que este reclamo no pide la justicia de la restitución, sino simplemente el reconocimiento de lo que hubo, de los vestigios que dejó en el cuerpo la ausencia, y en eso, se conforma con todavía ser. Así dice: No me hagas caso, simplemente podrías decirme si es verdad que las escamas de mi cuero siguen brillando a pesar de haber sido arrancadas una por una, y que aún así el cuerpo está contento con esta pequeña vida. ¿Por qué Araujo nos sigue convocando con esta metáfora sobre el desamparo? ¿Qué sigue seduciéndonos de la soledad, de lo exótico de las islas? ¿Por qué escribir sobre un libro publicado hace diez años? ¿Quién, después de leer La isla, de Mercedes Araujo, podría hacerse estas preguntas y no conocer ya las respuestas? La isla Mercedes Araujo Buenos Aires Bajo la Luna 2010 46 pp. Por Leticia Brondo
Margarita Vadel apareció en mi vida hace mucho tiempo. Es de esas personas que acontecen como un milagro. Profesora y licenciada en Filosofía, poeta, escritora, mamá de Pilar, mi amiga, me pidió hace ya casi dieciséis años que le leyera unos viejos poemas que tenía archivados en un cajón. No se animaba a publicar, y aquel miedo, y su camino andado hasta el 2020, me interpelan y me animan en mi propia historia. No podía volver a ellos; necesitaba mis ojos y, sobre todo mi voz, para que aquellas tardes de primavera (en donde yo me alistaba con mi hijo en vientre, y partía caminando hacia su casa, hacia el mismo patio, cargado de glicinas, protagonista de tantos de sus Poemas inevitables) nos reuniéramos en torno a una colección de hojas sueltas, mecanografiadas, mate en mano, y algunas veces, también acompañadas de su membrillo casero. Leí sus poemas más de una vez. Ya ni recuerdo nuestras charlas, pero sí la sensación de compartir, desde el alma, aquel espacio creativo, tan íntimo, que la poeta me invitaba a develar. Así florecieron sus Poemas inevitables, aunque recién serían descubiertos por Zeta Editores en 2011, casi ocho años después, porque a veces los tiempos caminan más despacio, y porque solo de vez en cuando, vislumbramos el momento apropiado. No pretendo detenerme en una lectura exhaustiva de su poemario. Quisiera, simplemente, a través de este artículo, invitar a la lectura de una poeta sensible y capaz de transformar nuestra mirada ante la naturaleza, en una lente creadora, de nuevos colores y nuevas formas; capaz de otorgar una inédita percepción de lo cotidiano. Su obra se divide en tres grande secciones: “Dintel”, “Poemas inevitables” y “Conversaciones”. En la primera, “Dintel”, nos abre la puerta de su patio, y no me importa si peco de vintage, al animarme a afirmar que también, nos está abriendo las puertas de su corazón. Con un estilo más clásico que contemporáneo, recorremos en sus coplas, églogas y sonetos, un universo cargado de literatura, mitos y experiencia transformadora. Así, fusiona lo personal con lo estacional: junio aparece como las propias muertes; el otoño es la añoranza que espera el florecer, o el estío, y finalmente, la primavera, se manifiesta nostalgia de lo que nunca podrá ser. También los momentos del día representan su propio sentir: en el día una renace y en la noche, morimos. Para citar uno de entre tantos, “Mutaciones”: (…) Junio pájaro ciego me toco con su ala. Tropecé en el instante en que la vida se despide del alba. Y las voces que amaba en blandas telarañas de crepúsculo quedaron enredadas. Lo neutro se hizo signo lo oscuro fue palabra en réquiem funeral que nadie oye se está muriendo mi alma. (I Coplas íntimas, VII, p.17) O la copla IX: Nostalgia de lila nostalgia de verde, las castas glicinas tiemblan en septiembre. Nostalgia de azules nostalgia de rojos, un llanto de arena me trepa los ojos. (...) Lo que más quería en la tierra duerme. De lo que más quiero no sé defenderme. (I Coplas íntimas, p.18) Los “Poemas inevitables”, son la parte central de esta obra, con la que también ha titulado esta publicación. Quizá porque en el fondo, Margarita sienta que la poesía en sí misma, sea ineludible. Tiene que ver con algunas pérdidas que deben ser cantadas, como un mandato, casi religioso, o como una necesidad inherente y fatal de lo humano. Son duelos propios, y universales, inevitables. Desde la pérdida individual, de un hijo, de un amor no correspondido, hasta la pena intrínseca de la ausencia de Dios, en el que por más que podamos creer, nadie nunca podrá oír. Es tener que nombrar la angustia inherente a lo humano: la finitud. Y aquí también, las estaciones narran esta dimensión: el otoño es el paso hacia el invierno, la muerte y es también esa nostalgia que nos atraviesa a cada persona, nuestro propio fin. Y la primavera es renacer, ilusión, ingenuidad; es el canto a la vida, o a la gratitud de estar vivos. Elijo al azar el poema que condensa mi mirada sobre la sección descripta: Réquiem por el Dios perdido Eché tu nombre al viento y Él lo dejó guardado en la montaña. Entonces me tendí sobre la hierba, esqueleto de un verde sin palabra. Entonces comprendí que mi destino era un andar de flauta. Era un andar de flauta adormecida porque al nombrarlo a Él perdió su aliento. Una tarde enredé, con estos pasos las mismas calles ¡pero de otro pueblo! Tendí la mano a tientas por octubre, un octubre de aromas míos y nuevos. Míos en la nostalgia de los duelos. En el presente del llorarlos, nuevos. Supe que había perdido la certeza del caminar con Él, calle-sendero. La calle es una calle, don de asfalto construido por hombres de otro pueblo. Entonces me acosté en una vereda sucia de perro hambriento. Supe que era campana sin badajo en un octubre de ángelus que ha muerto. Él se llevó el badajo de mi ocaso cuando grité su nombre y no hubo eco. (p. 83) Finalmente, “Conversaciones” es su diálogo personal con la obra dramática Los ciegos, de Maurice Maeterlinck. En ella, se representa una comunidad de ciegos, abandonados en una isla, cuya única esperanza es la voz de su sacerdote guía y al que han dejado de escuchar. La poeta no puede dejar de sentirse atravesada por esta experiencia y en estos últimos poemas resignifica voces, diálogos con estos personajes que no son nada más, ni nada menos, que la languidez existencial del hombre, preso del desamparo y la orfandad en que se halla ante un designio fatal. Adagio en mi menor (…) Al llegar desde sitios diversos a todos les quitaron sus harapos. Eran sucios harapos de colores que traían historias de amores y de penas pero a la niña que los llevaba limpios también se los quitaron. Y eso que en realidad no eran harapos porque la niña llevaba un vestidito desgarrado por juegos infantiles. (…) Todos estaban desterrados de los colores de su historia y ya no recordaban que el mundo se despierta con la aurora. (…) Eran desconocidos entre ellos ninguno sabía el nombre de los otros y como no eran llamados por su nombre de su nombre se habían olvidado. (…) (pp. 121-122) Poemas inevitables, en definitiva, presenta la reinterpretación del mundo, o de un mundo más pequeño, más cotidiano y palpable, desde una mirada original, femenina, singular e íntima. Poemas inevitables Margarita Vadel Mendoza Zeta Editores 2011 142 pp. María Zambrano en Filosofía y poesía dice que “La poesía vence sin humillar, y aunque haya lucha —angustia y terror en los momentos que preceden a su aparición—, el vencido no puede sentir rencor porque era lo que hondamente deseaba.” Algo de esta dialéctica de vencer y ser vencides por la poesía, sucede al leer Todo llegó por sí solo, de María Paula Alzugaray. Nos gusta pensar que la autora escribió este poemario como una ofrenda al devenir inexorable del destino, pero como quien acepta que lo inmenso solo es aprehensible si se presta atención, si se deja que la poesía llegue, en lo pequeño.
Con una delicada lengua que inventa el abrazo para la fragilidad de los momentos, también en el recuerdo, Alzugaray nos sumerge en el mundo de las cosas cotidianas. Podríamos decir que siempre hay cierta imperfección en el descifrado de lo poético e, incluso nos atrevemos, en la traslación de la experiencia a le otre que lee. Así George Steiner en La Gramática de la creación nos dice: “La producción de mensajes y su interpretación receptiva —que es siempre traducción, incluso en el mismo lenguaje— ha sido esencialmente una constante. Esto nos permite —¿nos detenemos tiempo suficiente como para ser conscientes de tal sorpresa?— descifrar, reaccionar intelectual y emocionalmente (por imperfecta que sea nuestra reacción).” Es cierto, nunca se transfiere ni se traduce la experiencia vital del todo, pero hay algo en el tono en el que la autora de este poemario nos hace sentir cómplices, cierta cercanía, cuando no, identificación, con esos personajes que parecen nuestros conocides. No hay grandilocuencias en eso, salvo, la de hablar de las cosas que realmente importan. Nada de poético puede haber en un robo, en las infancias rotas, en enfermedades como el cáncer o el Alzhéimer, y sin embargo, la autora logra transponer lo traumático y conmovernos: ¿De qué habríamos podido hablar? sincerarnos, en el odio a la realidad, agarrarla como se agarra un duende como se agarra el mal con las manos. En la primera sección, no es mentira, como dice Patricio Emilio Torne en el prólogo, “está ausente todo lo amoroso”. Y es que en esta sección hay un nosotres que habla de la nostalgia, el desencanto o el error en una experiencia que trasciende al amor romántico, que busca lo poético incluso en lo más turbulento de la realidad, como ya dijimos. Así en El machete: También me oriné encima quedé vacía de fluidos y voz. Para llenarme de realidad que es lo que abunda. Lidocaine for the soul es otro ejemplo de lo que se busca y no se encuentra, de la anestesia que produce esa búsqueda. Dice: Ansiamos como las guindas el derecho a la claridad. Pero nada arde. En la segunda sección, conversatoria con eso, les seres querides sobrevuelan la atmósfera del espacio íntimo. Es sobre elles que se escribe, y a quienes está dirigido este poemario. Así dice en Una tarjetita de julio de 2014: Tengo una sensación de no necesitar nada más que esta habitación, esta casa en la que ahora duermen repartidos debajo de frazadas profundas, los afectos familiares. Podemos reconocer y reconocernos en los casi arquetipos que nos va mostrando el poemario: el que ve aún sin que sus ojos se lo permitan; Ámbar, la niña que aprende a nombrar; Mirtha – y algo de lo que no pudo tener -, la niña Zoe y el Alzhéimer de tía Mecha, la creyente que sale a buscar como un mero acto de fe, las corpulentas, las conversaciones en la sobremesa, el abatimiento de la rutina en Domesticación. Es que los afectos forman parte de lo pequeño, y nos aferramos a ellos como la última rama contra la corriente del acontecer, de lo que va a sucedernos a pesar de nosotres mismes. De eso habla Todo llegó por sí solo, a esa renuncia nos confronta su lectura. Todo llegó por sí solo María Paula Alzugaray Córdoba Alción Editora 2017 65 pp. por Melissa Carrasco
Anhedonia es un registro concienzudo de la pérdida. La pérdida del placer se configura como una declaración honesta y cruel de lo inevitable. “Este espectáculo amnésico entre la pérdida y el acto./ Solo el espectador poseerá la verdad”. Existe conciencia del espectáculo, del rol. Sí, se escabulle el placer como agua por las jardineras del balcón, pero seguimos encendiendo un cigarrillo, saliendo a comprar. El espectáculo debe continuar, se sabe, ¿a costa de? Vivimos actuando en esta locura de espacio social en que no somos otra cosa que animales de caza para un sistema sin contemplaciones por la angustia. La angustia, vital como el aire, mortal como enfermedad crónica, que no mata ahí no más, sino de a poquito. Este espectáculo se acerca bastante a una tragedia, alejándonos de la concepción aristotélica del término, pues aquí no hay purgación ni redención posible. Primero, hay un héroe o heroína. Anhedónica es la heroína, conducida por la fatalidad, a un desenlace funesto. La heroína emprende el viaje. Su padre le ha dicho frente a un televisor cuál será su destino y esa sentencia será su tara más pesada. En el camino, toda una seguidilla de padecimientos. Se padece el exceso de latas en el súper, el té de tilo, el sexo y su ausencia, también la falta de dinero y la cuadra de casa hasta el kiosco se hace una distancia insalvable, como la peregrinación de la heroína que nunca termina de padecer y equivocarse. Existe una marcada discordancia entre la velocidad de las horas y los acontecimientos, y el ritmo personal, lo mismo con respecto a lo que Anhedónica es y lo que se espera de ella. El disfrute pasa a ser una imposición en esta dictadura de la felicidad en que vivimos. Frente a estas demandas, la heroína se define ambivalente, ingobernable, salvaje, pero sierva. Se trata además de una cosa de proporciones, mientras más grande la ciudad, más pequeños somos, por lo tanto microscópicos, invisibles. La heroína extraña la calma de un barrio de provincia y el clima del sur, y se ha instalado en capital, para síntesis de sus angustias. El cuerpo funciona como un inventario, se acumulan latas, botellas de vino y cigarrillos, ansiedades y quemaduras, un cuerpo que actúa a favor de su extinción pero suplica ser desenterrado, visto al fin, rescatado de la anonimia. La muerte halla su lugar en el contenedor de basura, como en el edulcorante del café cheto y en la alcoba, donde los amantes aman tanto como envejecen. La heroína, como toda esta raza de héroes contemporáneos, halla su misión en la difícil tarea de la supervivencia, lejos de todo afán mesiánico. Apenas pueden consigo mismos, comen lo que pueden cuando pueden y beben siempre, porque para esta máquina no son más que moscas enredadas en la rejilla del ventanal, aturdidas de tanto pensar en sí mismas y en el otro y en todo lo que quisieran pero no podrían. Su heroísmo consiste en pasar el día, con o sin amor, con o sin trabajo y ambiciones. Y esa es su gran fortaleza. Si sobrevivieron a su propia angustia, sobrevivirán también, como las admirables cucarachas y ratas, a una explosión nuclear. No le queda otra a la heroína que seguir escribiendo de la ventana a la cama, de la cama al baño. Porque es el sin sentido el que alimenta la pregunta y de allí nace algo verdadero. “¿Cuándo la poesía si sabemos todo?”, dice Anhedónica, y no se equivoca, porque la duda es y será siempre el punto auténtico de origen para la poesía. Podés leerlo aquí: https://drive.google.com/file/d/13gu3co3xJjYP0Q8hcVeeH6wADdsPB1PX/view El paisaje nos dice y la literatura ha receptado esa mirada bucólica desde siempre. Acá es así, de Romina Olivero no es la excepción. El poemario nos presenta un yo poético que va construyendo un entramado de fotografías, pero que en este caso miran a la Patagonia, a través de un lente personalísimo.
El libro se divide en tres secciones: de flora comienza con un poema breve, una puerta de entrada para ese mundo que va a construir el poemario, tomando prestado fragmentos del exterior que circunda al yo: soy esta pulgada de existencia habitante de un mundo prestado transeúnte de pisadas ajenas Este primer apartado habla de las tareas consideradas “femeninas”, el bordado, la jardinería, el romanticismo de mojarnos en el amor, pero sin engaños: hay un yo que es mujer y se declara una mujer fría, con la polisemia que eso puede suponer en este libro. En estos primeros poemas, además, hay referencias al paisaje del sur, el Copahue, el Alto Valle, las araucarias, el frío, la lluvia, y una declaración de propiedad en Volar: La gente de tierra no ve siente por eso me quedo acá Bachelard en La poética del espacio nos habla del efecto que provoca la poesía en relación a los lugares que y en los que somos: “El poeta va más a fondo descubriendo con el espacio poético un espacio que no nos encierra en una afectividad. Sea cual fuere la efectividad que colorea un espacio, sea triste o pesada, en cuanto está expresada, expresada poéticamente, la tristeza se modera, la pesantez se aligera. El espacio poético ya expresado, adquiere valores de expansión”. Y en Acá es así ese espacio no conoce horizontes, es el espacio de quien se dice a través del poema, donde todo es posible, todavía. En de fauna – el segundo apartado- hay un recorrido por la fe, como esa luz ciega y cegadora, en sus diferentes formas. Es la fe por el santito popular – el Gauchito Gil -, la ilusión por el primer amor (que puede ser un personaje de una serie de animé), por reconocerse enorme como el mar, sentirse poca, y la fe en una nueva mirada de mujer, como en Brake: basta de voladitos y puntillas demasiado ya con delantales almidonados y planchados Enough with anillitos de plata pulidos con bicarbonato Hoy voy a vestir solamente mi corazón coagulado En de vidrio hay una pregunta que sobrevuela sobre la fragilidad de la existencia: la vida de Aylan Kurdy, fugaz como una foto que se pierde, una de las tantas que nos muestra el olvido. Nos confronta a la inmunidad a la que somos capaces, en la sobreexposición de la injusticia. La tristeza está presente en este apartado, sí, pero también la rabia, en la muerte del genocida que no cumplió su condena. La mirada del yo poético aquí es la de una niña, que revela la fugacidad de los príncipes azules de la infancia, la nostalgia por las canciones de cuna, el miedo por el viejo de la bolsa y hacia el final, la redención: voy a hacer un crucigrama con mis debilidades mis humores resolverlo será doloroso sola yo puedo. Acá es así es la existencia desde el sur hacia adelante, con la certeza de que ese yo que habla es una mujer, y se está construyendo como tal; es la mirada hacia atrás con ojos de perdón y nostalgia, por la niña que ya no está. Es la mirada sobre nosotres, les que perdemos a diario esas vidas que no terminan de empezar, esas vidas que se traga el mar; y es la vista que se posa en el frío, en la inmensidad del entorno, que nos devuelve el reconocimiento de lo propio. Como dirá Bachelard, al respecto, “por su "inmensidad", los dos espacios, el espacio de la intimidad y el espacio del mundo se hacen consonantes. Cuando se profundiza la gran soledad del hombre, las dos inmensidades se tocan, se confunden”. Acá es así Romina Olivero Buenos Aires El Suri Porfiado 2016 45 pp. La Muñeca (de Liana Mónica Castaño) Senté la muñeca en la silla de mi cuarto, la peiné y acomodé cada pliegue de su vestido de seda por las líneas marcadas sin embargo, no pude acercar sus manos. Me sacude huracanándome la inmerecida ausencia de la palabra. El nido está vacío sobre la rama desnuda. Las paredes se descascaran, la tierra se seca, y se agrieta. Dejo de creer y la fe cae arrastrando consigo todo lo que me anclaba a este mundo tan ajeno, y a veces, tan solitario. Nada sobrevive en este desmesurado silencio. Las almas se desencuentran y siempre alguna de ellas se queda en la misma tumba en la que encerraron su cuerpo. Ambos se degradan: cuerpo y alma, alma y cuerpo irremediablemente, encadenados al silencio de los gestos dispersos entre los gestos de otros, que no me conocieron. El texto "La muñeca" hace referencia a la pérdida de poder del sujeto lírico y a la imposibilidad de hacer y, por lo tanto, de ser. Asistimos a un proceso de degradación físico y espiritual que conduce al sujeto lírico inexorablemente al silencio y la muerte. Recorridos semióticos y semántico del sentido textual. La primera estrofa del poema nos remite a la infancia del sujeto lírico a partir del lexema muñeca. El hacer del yo lírico: acomodar los pliegues, sentar la muñeca, peinarla son acciones que permiten inferir actos habituales que se entablan en los juegos de una niña con su muñeca. Se infiere, además, que el cuarto representa un lugar seguro y cómodo, en donde puede llevar a cabo dichas acciones. Sin embargo, la complicación poética aparece cuando la voz lírica desea acercar las manos de su muñeca para acomodarla. Senté la muñeca en la silla de mi cuarto / la peiné y acomodé cada pliegue/ de su vestido de seda por las líneas marcadas/ sin embargo, no pude acercar sus manos. Esta es desde el punto de vista semiótico, la primera semantización del objeto /manos/ de la muñeca que indexan la isotopía de la imposibilidad que va a recorrer el sujeto en su performance. No podemos asegurar cuál es la acción que realiza con las manos de su muñeca; solo sabemos que no las pudo acercar. Sin embargo, desde un punto de vista simbólico podemos, sí, hipotetizar acerca del aspecto simbólico de su sentido en el texto. Desde un punto de vista simbólico, las manos representan el actante dador, el hacer; sin embargo, el actante lírico no tiene la competencia para realizar dicho querer hacer, es decir: juntar las manos de la muñeca. El sujeto puede reestablecer un orden: peinar, ordenar su vestido, y cada pliegue, pero ¿qué significa la imposibilidad de acercar las manos? Desde un punto de vista simbólico, las manos son un emblema de nuestra existencia. Son los instrumentos de los que se vale nuestra mente para poder tomar contacto con las cosas y para poder crear. Además, según la lectura de manos, las líneas de la palma hablan del pasado, del presente y del futuro de los individuos. No poder acercar las manos representa la imposibilidad de retener, de guardar, de conservar en el cuenco de las palmas el pasado, el presente o el futuro. En la imagen del poema, inferimos por la semantización del lexema muñeca, que lo que no se puede retener es el pasado infantil del sujeto lírico. Es decir, sumamos a los semas que nos hablan de imposibilidad, los semas aferentes que se refieren a pérdida de aquello que no se puede retener. Las manos representan también supremacía y poder y, dada la imposibilidad de acercar las manos de la muñeca, debemos suponer su ausencia. Además de la isotopía de imposibilidad, que arroja la textualizacion de sus campos semánticos, reconocemos también otra isotopía indexada por el aspecto de lo temporal. Ambas isotopías entrelazadas y sucesivas indexan el recorrido de la imposibilidad del sujeto lírico. En la segunda estrofa del poema aparece el aspecto temporal. Ayer-infancia, hoy-presente, lexematizado por el uso verbal presente: Me sacude huracanándome/ la inmerecida ausencia de la palabra. Los lexemas de esta estofa indexan el campo semántico de la soledad, de la pérdida, y de la incomunicación: la no palabra, es decir, su ausencia y por ende la imposibilidad de la interrelación subjetiva. El nido está vacío sobre la rama desnuda./ Las paredes se descascaran/ la tierra se seca, y se agrieta. El sujeto lírico asiste a la degradación y desintegración de todo su entorno, a la infertilidad de la tierra que se convierte en polvo. Esta “ausencia de la palabra” y del “nido vació” indexan la isotopía de soledad, y de silencio que sacude al actante lírico en forma de torbellino, de viento huracanado; es por ello que aparecen semas de furia: –sacude huracanándome–; furia frente a la pérdida que es imposible de contener porque ya ha desaparecido. Todo se desmorona y se destruye. La segunda estrofa, en consecuencia, refuerza la idea de pérdida, de imposibilidad enunciada en el primer apartado y suma la isotopía de la soledad e incomunicación en la que se sumerge el actante. Del desmoronamiento exterior asistimos al desmoronamiento interior: Dejo de creer y la fe cae arrastrando consigo/ todo lo que me anclaba a este mundo tan ajeno. En este bloque semántico, los lexemas de pérdida y de silencio son núcleo de significación: Nada sobrevive en este desmesurado silencio. La pérdida de la fe, último reducto del actante que lo aferra a la tierra, también desaparece y, en consecuencia. asistimos a la destrucción, deterioro y desintegración del ser. Por lo tanto, la voz lírica pierde su asidero terreno, y se aleja del mundo terrestre. Indexa la isotopía de soledad, la referencia al silencio, factor determinante de la no vida. Ya en la segunda estrofa, la referencia a la incomunicación aparece como oponente a la vida. La ausencia de la palabra nos sumerge en este mundo de desintegración, en el que, hasta las almas de los muertos, sufren las consecuencias del silencio: Nada sobrevive en este desmesurado silencio./ Las almas se desencuentran, siempre alguna de ellas se queda en la misma tumba/ en la que encerraron su cuerpo./ El silencio es tan rotundo que ni siquiera las almas están interesadas en elevarse. Pierde total sentido ante el avance del silencio que lexematiza la no vida. Este proceso de despojo del universo interior afecta no solo a la vida, sino también al más allá de ella. /siempre alguna de ellas/ se queda en la misma tumba en la que encerraron su cuerpo. Este despojamiento afecta a los cuerpos muertos. Es decir, que el silencio contamina el más allá de la vida, así como el deterioro, el desmoronamiento. En este segundo bloque de significación, aparecen conceptos que se opone a la creencia popular del encuentro de las almas más allá de la muerte. El silencio del universo poemático y la incomunicación de los vivos, también afecta al mundo de las almas de los muertos. El texto arremete contra todo, lo exterior, lo interior y más aún, instituye la negación de la creencia popular del amor y el encuentro de las almas más allá de la muerte. No hay salvación posible ni recuperación del ser. Hay imposibilidad, impotencia, pérdida, desmoronamiento de valores axiológicos, desintegración y despojo. /Las almas se desencuentran / siempre alguna de ellas se queda en la misma tumba/ en la que encerraron su cuerpo./ Ambos se degradan: cuerpo y alma, alma y cuerpo/ irremediablemente, encadenados al silencio/ de los gestos dispersos entre los gestos/ de otros, que no me conocieron. A partir del análisis realizado, corroboramos la hipótesis interpretativa acerca de los recorridos planteados al inicio. Asistimos a los conceptos de perdida e imposibilidad de recuperar la palabra, y todo lo que ella implica como un bien preciado. Ni siquiera el hecho de buscar refugio en la tierna infancia es la salvación del yo lírico. La ausencia de la palabra ha configurado un universo de soledad e incomunicación y, en consecuencia, el derrumbe total de la existencia terrenal. No hay verbalización poética acerca de algún deseo con el que el enunciador se quiera conjuntar; antes bien, el texto habla acerca de un proceso de deterioro y despojo en la vida y en el más allá de las almas condenadas al silencio. No hay vida en la vida ni más allá de ella. Todo es deterioro, degradación y ausencia. La nada misma es lo que prevalece. Profesora Diana Mabel Starkman
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