En Animales Blancos de Marisa Martínez Pérsico acompañamos a un yo a través de una investigación sobre la muerte, más lejos o más cerca, de lo que la propia vida deja que se encuentre. Las preguntas aquí son por el pasado colectivo, e indefectiblemente, por el personal.
Esta historia teje sus hilos con los intersticios que deja el terror de los que siempre resultan vencidos. “pactos de olvido, reconciliación”, leemos en este libro. Nada que nos sea ajeno como lectorxs en este siglo. En ese entramado es que Julia – la protagonista - mira hacia adelante y desea maternar. Como dice Ennio – uno de los personajes con los que Julia se relaciona -, en un “gesto de amor a la vida y a los demás” (p. 190). Recorremos el trabajo de Julia como historiadora en el Friuli italiano, precisamente, en Monfalcone, para investigar sobre las fosas comunes durante el régimen del Mariscal Tito. La muerte rodea a Julia tanto en su trabajo como en su pasado: hay cabos que no puede atar en su propia historia familiar atravesada por la última dictadura cívico-militar Argentina. A propósito de las relaciones entre vida y muerte – dos caras de una misma moneda que gira hacia uno u otro lado en esta historia - Vinciane Despret en A la salud de los muertos afirma que la concepción fundada sobre esa idea de que los muertos solo tienen existencia en la memoria de los vivos insta a estos últimos a cortar todos los lazos con los fallecidos. Y el muerto no juega otro rol más que el de hacerse olvidar. Pero nuestros muertos no están muertos porque los enterramos, y más aún, no huyen de la necesidad imperiosa de saber que están en algún lugar. Quienes sobrevivieron al terror en esta novela necesitan saber dónde están sus muertos y, al respecto, Despert insiste en que quienes ya no pisan la tierra piden que les ayudemos a acompañarnos; hay actos que realizar, respuestas que dar a esa petición. Responder no sólo consuma la existencia del muerto, sino que le autoriza a modificar la vida de los que responden. Tal es el caso de Julia. La dictadura vuelve una y otra vez en el relato en tanto hay silencios familiares, pero también sociales, testimonios que hablan de un duelo que no llega porque no llegan las respuestas. ¿Cómo se gana una el derecho a escribir la historia de otras personas? Se pregunta Daniela Rea Gómez en Fruto, y Marisa responde tomando la voz casi transcrita del habla argentina para andagar en el misterio de Julia, pero también, de quienes vivieron el horror en Italia. “Como las perras o las lobas, tenemos embarazos psicológicos” leemos en el libro. Julia está buscando la manera de ser madre, y en ese camino, vamos escuchando su propia voz subconsciente que la censura, que la alienta, le recuerda los flashbacks en las clínicas de fertilización asistida. Por otro lado, la relación con otras mujeres está siempre presente en las conversaciones que Julia mantiene con Imelda, su amiga de la infancia a quien mira avejentada, también en calidad de jueza (de una belleza atravesada por los retoques cosméticos y el paso de los años). Hay aquí una pregunta también por los mandatos femeninos, qué se espera de una mujer sola, de una madre. Julia se ve interpelada por el fantasma de las relaciones amorosas en tanto su deseo es poder maternar. “Julia siempre creyó que el tiempo, más que el espacio, era la dimensión legítima de los afectos. Un amor importante puede crecer lejos, pero nunca rápido” (p. 110). Con esta premisa es que urge en ella la posibilidad o no de concebir, y entonces asistimos a sus disquisiciones respecto de la necesidad de un padre, un proveedor, un amor furtivo. Leer el libro de Marisa es también escuchar su cadencia, su propia voz. Quienes la hemos escuchado hablar podemos sentir que estamos recorriendo las calles de una ciudad a la que no podemos interrogar, porque solo estamos ahí de invitades, y tenemos un tiempo limitado. La forma en la que la novela se estructura responde a una lógica propia de la exploración lingüística donde nada queda dejado al azar y simplemente hay que ser pacientes y escuchar.. Chantall Maillard dice en La mujer de pie que hay que procurar que el mí se duerma para que las cosas encuentren sus pasajes. Dejemos como Marisa hablar al texto, corramos el cuerpo para dar paso a esta historia. Animales Blancos Marisa Martínez Pérsico RIL editores Santiago de Chile - Barcelona, 2024
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“No estoy tan segura de que la menopausia se atraviese. Más bien diría que es ella la que nos atraviesa a nosotras”.
Al abrir las primeras páginas de Diario de una mudanza de Inés Garland somos testigxs de la metaformosis de una mujer que está cambiando de caparazón. El cuerpo de la mujer pierde desde el nacimiento y a lo largo de su historia, óvulo tras óvulo en un recuento designado desde el cuerpo de su abuela, mucho antes de tener su propia vida, dicen, y este es un registro de esa pérdida. Anne Dufourmantelle escribe en En caso de amor que venimos del enlace, “nacemos acordonados como los alpinistas, amarrados a un vientre, un alma, las tripas, una voz, nosotros venimos de a dos, nosotros morimos solos, esa es una certeza. Y tal vez por esa única certeza estamos persiguiendo a lo largo de la vida esa duplicidad que es una. Este es un testimonio de ello. Diario de una mudanza se trata un libro autorreferencial, sí, sobre una mudanza, sí, en la que miles de capas que conforman una pared se pinta historia sobre historia, vida habitada sobre vida recordada. Asistimos a esa sacudida del cuerpo durante una etapa que pocas veces ha sido nombrada y, mucho menos, abordada desde la literatura: el climaterio. El frío de la madrugada y luego la vulcanización “la catástrofe inminente en medio de la noche” afirma la narradora, como uno de sus tantos síntomas. Emprendemos junto a este personaje un camino hacia atrás, sus viajes por el mundo en la juventud, el intento de abuso en uno de ellos – la estigmatización de la víctima -, Odessa y el turismo de los hombres para conseguir esposas. Hay aquí un relato, además, sobre la relación con una hija adolescente (un viaje en el que la hija decide qué se consume de la vitrina de Nueva York y qué no). Acompañamos la vida de una mujer atravesada por diferentes violencias: la física, la cultural, el capitalismo, o lo que es lo mismo, el patriarcado. Las mujeres que nos heredan esperan descifrar qué clase de imagen son las que les dejamos, qué discursos, para poder atravesar la vergüenza que, por otro lado, les inculcamos desde la primera infancia. “Terapias, talleres, constelaciones, brujas, astrólogos, oráculos, runas…A un pozo viejo no acuden animales” dice Garland, y es que los síntomas del climaterio dejan sus marcas en un cuerpo que muta, se estira y se desvanece entre las manos de quienes hemos de ser, pero que no comprendemos a primeras. Pero si hay un tema que traviesa todo el libro es la romantización de las relaciones amorosas: no importa qué tan plena, que tan exitosa sea la vida profesional. La voz que habla aquí se debate entre el feminismo de la liberación y las ataduras del amor romántico de las que no puede soltarse. Anne Carson en La belleza del marido ha dicho que el deseo al cuadrado es amor, el amor al cuadrado es locura y la locura al cuadrado es matrimonio. La mujer de este libro lo sabe, y aún así, busca. “Menopáusicas” nos han dicho como si eso fuera un insulto, un halo de locura, de pérdida. Sin embargo, quien habla en Diario de una mudanza habla desde el deseo, la manera de desear y de complacerse es lo que ha cambiado, pero no esa búsqueda. “La desnudez se opone al estado cerrado, es decir, al estado de la existencia discontinua. Es un estado de comunicación, que revela un ir en pos de una continuidad posible del ser, más allá del repliegue sobre sí”, dice en El erotismo George Bataille y agrega que nunca hemos de dudar que, a pesar de las promesas de felicidad que la acompañan, que la pasión comienza introduciendo desavenencia y perturbación. Hasta la pasión feliz lleva consigo un desorden tan violento, que la felicidad de la que aquí se trata, más que una felicidad de la que se puede gozar, es tan grande que es comparable con su contrario, con el sufrimiento. Sobre este tipo de pasión es que se pregunta la voz de Diario de una mudanza. “Ser la que era” – leemos en este libro – “¡Yo no quiero ser la que era! Ni siquiera quiero ser. Me gustaría más aprender a estar.” Y es que el climaterio también parece ser un tiempo de aprendizaje (cuándo no) a convivir con nuestros nuevos rostros, en un espejo que devuelve una imagen que no reconocemos. En el orden de la forma que Garland le da al libro se puede distraer a cualquier lectura imprevista, pues puede parecer que se trata solo de anotaciones al azar. Sin embargo, hay un cuidado en que las entradas de esta especie de diario guarden cierta estructura. A veces parecen discurrimientos del pensamiento, en otras, hay un trabajo con la misma lengua para poder decir lo que le sucede a este nuevo cuerpo: cómo decir “vejez”, “avidez” e incluso “mudanza” en otra manera que debe poder inventarse a sí misma. “Mis sentimientos no coinciden con las posibilidades de mi lengua materna”, podemos leer. Garland habla de Garland como si fuera Garland. En La situación y la historia, Vivian Gornick dice que los textos a los que llamamos de narrativa personal están escritos por personas que, en esencia, están imaginándose solo a sí mismas, y agrega que de la materia prima del propio yo indisimulado de un escritor (una escritora, agregamos), se moldea un narrador cuya existencia sobre la página es fundamental para el relato que se nos cuenta. Este narrador se convierte en personaje. Gornick afirma, asimismo, que en la narrativa autobiográfica el personaje no es un suplente. En ella, el escritor ha de identificarse abiertamente con esas mismas defensas y vergüenzas con las que el novelista o la poeta ponen distancia. La propuesta, entonces, de Diario de una mudanza es imaginar en la voz de esta autora o personaje, a nosotras mismas. En este libro la mujer rota se rearma en una etapa de su vida que no ha sido nombrada, en la que la pesquisa es al fin por la ternura. Esta mujer hace hogar para sí en esa nueva casa que tiene que habitar y que desconoce: su propio cuerpo. No hay una tierra quemada sobre la que edificar nada, sino un edificio que remodelar a la manera de la construcción, ladrillo por ladrillo, un jardín tal vez, en el que podar un limonero sea una nueva esperanza de vida. Diario de una mudanza Inés Garland Alfaguara Buenos Aires, 2024 Sabrina Usach reseña el poemario Así ha de ser la ausencia, de Marinés Scelta:
Cartografía de la ausencia Terminar de leer Así ha de ser la ausencia, de Marinés Scelta, es salir de un territorio recorrido de rincón a rincón habiéndose dejado llevar por las vertientes a las que nos lleva este lenguaje iluminado por imágenes que recrean un paisaje que se desdobla: el de la finca habitada por el padre y los ancestros (en la primera parte), y el de un cuerpo herido que se observa en la trasmutación hacia un nuevo ser (en la segunda parte). Siempre, cuando leo un libro, espero la sorpresa que el lenguaje me tiene preparada, qué va a revelar de aquel mundo en el que vive la poesía, qué hace la autora con lo que “ve” y cómo manifiesta lo poético; y leyendo a Marinés, me asombra el modo en que, sin perderse en las derivas del tono nostálgico, recoge desde la experiencia de un presente la memoria, de manera que aquello que parece perdido no deja de manifestarse en simples gestos como retener la humedad de una gota antes que se desvanezca, observar la caligrafía antigua del padre, un olor de la persona en el placard, entre otros. Es decir, en la ausencia, queda implícita la persistente presencia, lo dice en su poema inicial: “yo trato de detener / con la punta de los dedos / el líquido que gotea/ antes de que desaparezca en el empedrado // así ha de ser la ausencia, pienso / retenemos en un esfuerzo/ lo que la tierra se empecina en atraer”. Así, en la primera parte, “Parte del fuego”, la voz de estos poemas, va trazando un camino por la casa, por la finca, pero a la vez por el tiempo. Acá hay una voz decidida a marcar los límites, o mejor dicho, nombrar elementos que funcionan como límites, que luego desbordan o parecen romperse en versos en los que dice “afuera hay otro mundo”, “Una ciénaga corta el camino que lleva hasta la casa”, “todo ha quedado dividido en dos lugares”, “el abuelo asegura que sus raíces crecen / debajo de la casa / yo pienso en lo que se extiende dentro / otra raíz que avanza por los rincones de /otra edificación”, “El río al final de los eucaliptos / fue entonces una forma de promesa / la tranca para cruzar el puente /sobre el zanjón / estuvo siempre cerrada” (…). He registrado estos versos porque son figurativos con la idea de lo escindido, de lo replegado hacia uno y otro lugar, el exterior y lo interior. Entonces, lo revelador acá es que la autora logra, en esa misma hendidura, en esas líneas trazadas, poner de manifiesto la ausencia de forma performática, porque nos instala en ese espacio límite sin nombrar la palabra “ausencia”, la ve y construye el lenguaje necesario para mostrarla, no para decirla. Y si hablo de límite, de tajo, cómo no reconocer el espacio del “adentro” al que nos lleva la voz de los poemas ya en la segunda parte, “Parte de la sangre”. Acá recorremos el territorio del cuerpo, un cuerpo que, una vez que recobró la memoria de su pasado, se abre paso hacia la posibilidad de transmutar, de observarse la herida y el dolor y reponer allí valor y entrega, “pude ver el corte profundo del bisturí / una línea / o el camino por el que entonces debía / transitar”. Marinés consigue hacernos vivir lo poético desde ese adentro que se encamina hacia una nueva forma, hacia ser otra mujer con la que fue, con la presencia de ese otro padre que habita en la orillas de la ausencia. Se hace evidente el tránsito, la transformación. Algo ha ocurrido, y la poeta observa y escribe, usa la palabra y encuentra su lenguaje para llevarnos a recorrer su tiempo, pero además nos enseña lo que es un camino de sanación, dice en su último poema: “ábranme el pecho para soltar la inocencia / y sus golondrinas / que queme el corte si he de renacer después”. La poesía de Marinés nos muestra que, más allá del mundo de las apariencias, de la urgencia por relatar una realidad de manera objetiva, de repetir lo que ya se vive en el cotidiano, existe la posibilidad de un lenguaje contemplativo que, además de contar una historia, nos enfrenta a la propia observación de nuestros territorios, de nuestros entornos y nuestros cuerpos, siempre con su particular sensibilidad, su única forma de crear largas imágenes en las que se puede soñar, respirar, encontrar la luz, habitar el lenguaje. Cierro, para representar lo que dije, con este poema: Cargamos el recuerdo de una casa y su verano las abejas como el fondo de una siesta cerca de la canilla para regar el abuelo dice que descalcé la pena en la tierra húmeda y te miré reír parecías haber entendido de qué se trataba ese final ¿fuimos el reflejo en las aguas del pozo qué profundidad podíamos imaginar ahí? con los años el pozo fue cubierto de tierra pusimos sobre él los cimientos de una edificación que nunca terminamos de construir algunas veces, todavía parece que debajo de todo suena un río y corre desbocado por canales que desconocemos. Así ha de ser la ausencia Marinés Scelta El ángel editor Quito, 2023 Si el presente es una ilusión, pues todo lo que está aconteciendo ya es pasado, La brevedad de los días, el último poemario de Martha Cecilia Ortiz Quijano nos lo recuerda. En su lectura estamos de cara frente a la fragilidad de la vida.
Este es un libro anclado en un territorio en el que la esperanza busca en el pasado, no en el futuro, de modo que debemos ser conscientes acerca de las raíces que nos constituyen y nos identifican. Estamos en presencia de un memento mori: somos efímerxs como la debilidad de unas hojas de papel ante el agua; la muerte acecha en el río que es vida, pero también, peligro. Para entrar en el mundo que nos propone Martha Cecilia contamos con la guía de la maga Olga Orozco: “En este territorio engalanado por las/burbujas de la muerte”. Esta es ya una clave para la lectura, ya que el espacio va a ser cercenado por la dificultad; pero el linaje de mujeres será refugio y rescate para quien quien habla en el libro –una voz decididamente femenina–. En este sentido, el poemario va de la oscuridad a la redención. Dice Elvira Alejandra Quintero, en las palabras preliminares, que la primera parte del poemario, “El estallido de los gorriones” está protagonizada por la alianza brutal e inaceptable entre vida y muerte. Nos abre la puerta al río, ese fenómeno natural tan avasallador que hay que conocer y con el que hay que tener cuidado. En esta sección la voz poética convive con sus muertos: la niña de la comunidad Embera Chamí, Enrique Oramas, Yaneth Calvache. Y es que “cuando muere un árbol/sobre sus raíces no habrá exequias/se irá erguido mirando al cielo”, dice el poema “Árbol”, a modo de homenaje. Hay una referencia a la tierra colombiana constantemente y así podemos leer en el poema “En mi país todos los días muere gente”: En mi país todos los días muere gente no importa si son niños que aún no hacen camino o gente con ojos de ocasos. Y en el poema “Ofrenda de sangre” nos dice: Con la rueca y el ovillo se han hilado los días de este territorio casi olvidado por los dioses. En este vínculo que establecemos con nuestros muertos es bueno recordar a Vinciane Despret, quien afirma en A la salud de los muertos que si no los cuidamos, los muertos mueren totalmente. Pero el hecho de que seamos responsables de la manera en que van a perseverar en la existencia, no significa de ninguna forma que esta esté totalmente determinada por nosotros. La tarea de ofrecerles un «plus» de existencia nos corresponde. Este «plus» se entiende, ciertamente, en el sentido de un suplemento biográfico, de una prolongación de presencia, pero sobre todo en el sentido de otra existencia. Y luego agrega que ayudamos a los muertos a ser o devenir lo que son, no los inventamos: Sea un alma, una obra de arte, un personaje de ficción, un objeto de la física o la muerte —porque todos son el producto de una instauración —, cada uno de estos seres va a ser conducido hacia una nueva manera de ser por aquellos que asumen la responsabilidad, a través de una serie de pruebas que lo transformarán. Otro de los elementos que incorpora la primera sección del poemario es la guerra. Va desde la tierra colombiana a Kabul, no importa dónde, siempre deja destrucción y no importa el bando o la toma de posición, se pierde. “El duelo, como la justicia, siempre es insuficiente” - ha dicho Derrida –: “Un acto de reparación absoluta es imposible, por ello se rehace, se renueva, se repite, pues la restitución nunca es completa”. En la segunda sección del libro de Martha Cecilia nos internamos en la ancestralidad, el linaje familiar, para indagar sobre la propia identidad. Porque la identidad es memoria y así puede construir. Aquí también estamos para despedir a los que ya no están, el padre, el hermano. La presencia de la madre aparece como tejedora, como el huso en el que se comienza y a donde se termina. La memoria es la de una hija que ahora está construyendo por todas las que las precedieron: “Por ellas, mis ancestras” se titula uno de los poemas. En la tercera sección, “Los destellos del relámpago”, encontramos el poema que da título al poemario, y en el que leemos el alma del libro: Me he tenido que asir con todas mis fuerzas a mis raíces, como única salvación, aferrarme a la tierra, el viento de la vida que sopla, única verdad posible, a mi familia y a los que amo ante los estallidos de tantas guerras. En estos textos la lluvia hace su presentación, la lluvia que lava y permite la resurrección. Aquí el ser amado se aleja en la distancia que borronea el agua. Así leemos en el poema “Diluvia”: Afuera llueve y no es febrero adentro diluvia sobre las horas caídas sobre el único espacio posible el cuerpo del poema y entonces, escribo, escribo para no morir. En la cuarta sección encontramos un homenaje a otras voces de la literatura: Fernando Pessoa, Raúl Gómez Jattin, las mujeres, aquellas que le han cedido voz a la que habla en el poemario: Alejandra, Hipatia, Lilith. Si seguimos la historia de estas voces, los vestigios que han quedado en sus textos, tenemos aquí una cartografía poética en la que Martha Cecilia despliega su agradecimiento y sienta las bases de su propio recorrido. “Nada de lo que alguna vez aconteció puede darse por perdido para la historia”, ha dicho Walter Benjamin, y Martha Cecilia lo sabe. La última parte del libro –un gran poema en prosa– está dedicada íntegramente al linaje femenino en la consideración del cuarto propio: “Entre el caos de este cuarto que en ocasiones ha sido patria y cárcel al mismo tiempo”, dice el poema. Hay una apelación a un “tú” que es la propia voz, que es todas las mujeres: “Pensé que ya reconocerías que somos hijas de Yemayá, «madre de todos los mares» y que el sonido de la lluvia golpeando los techos del vecindario y el olor a tierra mojada están entre las cosas que más disfrutamos. Que nos miramos desnudas frente al espejo cada mañana y que envueltas en velos rojos danzamos sin parar”. Iovino y Opperman en “Ecocrítica material: materialidad, agencia y modelos narrativos”, afirman que “el cuerpo es un colectivo de agencias y un palimpsesto material en el que se inscriben relaciones ecológicas, ambientales”, en el sentido de que estamos conformados por materia, pero también, por tejido. Esa materia que vibra para vivir es en el poemario es el entramado de las hermanas, de las que estuvieron y de las que vienen, que tremidanen consonancia con la tierra. Violentar los territorios es, en definitiva, atentar contra la integridad de quienes somos. El libro de Martha Cecilia Ortiz Quijano pone el acento en la fragilidad del mundo que hemos conocido hasta ahora, denuncia en ese hacer consciente la escala acelerada de violencia y destrucción a la que hemos sometido los territorios y los cuerpos, pero también se anima a nombrar lo posible. Si Jean-Luc Nancy en Lengua apócrifa manifiesta que la poesía –o mejor dicho, la palabra– es esa cosa sosteniéndose sola, innominada, más allá de su nombre, más allá de todas las significaciones tramadas por el sujeto, y como su desenlace, como su resolución mucho más amplia que nosotros, a la medida del mundo. Porque la lengua al fin sirve para eso o para nada. Para excedernos infinitamente, a nosotros y a todos nuestros lenguajes, no nos perdamos el recorrido de La brevedad de los días. De la mano de las mujeres de Martha, caminemos los senderos de la selva hasta llegar a la otra orilla. La brevedad de los días Martha Cecilia Ortiz Quijano Grupo Editorial Sial Pigmalión Madrid, 2024 “Háblalo con tu terapeuta, la del problema eres tú”, como si conversar sobre los problemas fuera tan amateur como nadar únicamente en el verano y decir “has enloquecido” fuese la prueba de cien metros estilo libre competida con frecuencia.
El objetivo de los certámenes deportivos y de los Juegos Olímpicos, en general, es el desarrollo pacífico de la humanidad. Pero quien haya competido en algún deporte sabrá que ese terreno se convierte en una contienda por la gloria o el poder. Ese es un primer vértice a tener en cuenta al entrar a la obra de Lorena Huitrón, Prueba olímpica. Con esta premisa debemos penetrar este universo en el que los textos se configuran en una hibridez genérica literaria para dar paso a la última palabra: la poética. Podemos remontarnos hasta La literatura y la vida, de Gilles Deleuze para bosquejar un acercamiento al poemario de Huitrón. Allí, Deleuze dice que escribir no es ciertamente imponer una forma (de expresión) a una materia vivida, pues la escritura es inseparable del devenir: escribiendo se deviene-mujer, se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta devenir-imperceptible. El yo lírico de Prueba olímpica deviene en “una nueva voz”. Una voz que ha tenido que atravesar una prueba tan complicada como la separación o, lo que es lo mismo, la decepción. Y sabe que se está conformando como otra. En esa separación de un otro hay una división de bienes que conlleva una disputa por quién va a conservar un mejor recuerdo del territorio antes compartido. Esa pelea se da en el campo de la lengua y con ella, de lo que se escribe e inscribe en el cuerpo, en la memoria. Pero ¿cómo decir cuando se ataca el símbolo que ha servido para edificar la propia identidad? cuando el huracán de la ausencia arrasa y yerma la palabra ¿solo queda como una única salida reconstruir el nombre? Para eso, la voz Prueba olímpica tiene que volver a nombrar y nombrarse. Así leemos en la obra de Huitrón: Hablar desde la ira requiere esfuerzo y agilidad, hacer rápidamente un recuento de las debilidades del otro para decírselas con la mayor saña. La grandilocuencia está en la fuerza de la enunciación. Los insultos son más inteligentes que muchos poemas y quien los profiere conoce, como nadie, a su lector y lo que en él causa. Una mujer merece aullar ante el horror de haber contenido, durante años, un matrimonio en el que actuó conforme a sus predecesoras porque según así eran las reglas del mantenimiento del cariño. Mentir requiere apoyo en lo fantástico, el lenguaje produce artefactos ingeniosos. La sinceridad es temblorosa; la mentira respira, se mantiene quieta para no delatarse. La verdad y la mentira causan el mismo dolor, como el silencio: se inclina más hacia lo segundo. La separación implica el combate también por el duelo. Todo queda dividido en dos mitades que se someten al arbitrio de la devastación: Un divorcio asuela una extensión que debe ser dividida entre dos poblaciones que ya no pueden compartir el mismo territorio. Ambas partes trazarán un proyecto para recuperar lo devastado. Será a largo plazo En ese pasaje de la determinación desde afuera para determinarse y decirse desde adentro, esta voz vislumbra que la lengua ha sido engaño en manos de la tradición patriarcal. Ya no puede decirse de la misma forma, el arte ha sido solo un engaño, la poesía por la poesía ya no es suficiente: Dicen que un poema es “el poema” cuando podemos recordar sus versos. He visto la búsqueda de esa cerámica inmaculada sobre las mesas de lectura de poesía. Un poema no es florero. Nelly Richard en Feminismo, género y disidencia(s) afirma que más allá de la identificación del género sexual “mujer”, ciertas experiencias-límite de la escritura que se aventuran en los bordes más explosivos de los códigos de sentido […], son capaces de desatar dentro del lenguaje la pulsión heterogénea de lo semiótico-femenino; una pulsión que revienta el signo y transgrede la clausura paterna de las significaciones monológicas, abriendo la palabra a una multiplicidad de ritmos y quiebres sintácticos. Si el modo en que cada sujeto concibe y practica las relaciones de género está mediado por todo un sistema de representaciones que articula los procesos de subjetividad a través de formas culturales y convenciones ideológicas – como sostiene Richard – esta voz debe volver a revisar sus propias representaciones sobre el mundo y sobre sí misma. Por otra parte, debemos prestar especial atención a la metáfora que atraviesa el libro: los gansos - y no las aves - se convierten en el símbolo del animal que, amenazado, se defiende. Sirve para que esta voz vea en el contexto la clave de su nueva existencia, ya como mujer-animal que se salvaguarda de la violencia y ahora sabe cómo preservarse: Me incomoda el graznido de los gansos cuando camino en el parque porque sin querer los imito: bato los labios cuando me siento amenazada y correteo un tramo del camino a quien me ofende hasta que aprieta el paso y se marcha. El cuerpo de la mujer, entonces, deviene objeto de disputa. La batalla se libra por la posesión de ese cuerpo, y en esa batalla quien resulta vencida es quien no sabe cómo decirse que ha desaparecido: Todo es territorio: una extensión de campo, de agua, de cuerpo cargada de simbolismo, de palabras ajenas que marcan franjas en cualquier nombre. Nombrar es la salida, pero esta voz no sabe cómo. El otro tiene el entrenamiento del insulto y, por medio de él, reclama propiedad: El nombre también es territorio. No domina pero demarca, controla. Somos criaturas insertas en el mundo mediante un proceso mecánico, infinito, de resonancia. No de pertenencia. Muchos poemas describen ciertas partes del cuerpo femenino. Nunca el vasto territorio, únicamente segmentos: larga cabellera, ojos, caderas, muslos, senos, vulva, labios, piernas, manos. Son espacios melancólicos, lánguidos, exuberantes, lisos, edematosos, opacos, cloróticos. Al anular tu cuerpo y su enunciación hay una posibilidad de recuperarse. La amputación no es para el otro, es para mí. Las mujeres y su planteamiento de la esfera privada como un espacio colectivo, en el que el cuerpo es lo que soporta la tensión de esas dos órbitas ya han sido ridiculizados por la cultura del patriarcado. Tamara Kamenszain en “Bordado y costura del texto” dice que la tematización permanente de ciertos conflictos vitales supuestamente propios de la mujer, vinieron a llenar páginas y páginas de una literatura que, pretendiendo ser, "específicamente” femenina es, en realidad, específica de un mercado por un lado, y por otro, de un interés muy claro: demostrar que lo propio de la mujer, más que una riqueza, es una limitación. Y en este sentido debemos leer Prueba olímpica,: como la experiencia de una voz-mujer que habla y reconstruye su tradición en escritoras como Mary McCarthy o Elizabeth Hardwick, cuyas voces le sirven de espejo para leerse y poner en cuestión lo aprehendido a través de la formación que se ha impuesto como única, que subestima la mirada de la mujer. Por su parte, Nelly Richard apuntala la idea de que la “experiencia” de lo femenino latinoamericano que le gusta cultivar al mercado literario internacional, en su lógica del bestseller, va destinado a un público mayoritario de mujeres que deben reconocerse en sus universos de referencia, sus patrones de representación y sus tipologías de personajes, enlazando lo privado (dramas psicológicos, conflictos biográficos) y lo público (imágenes de procesos sociales que han sido filtrados por la intimidad de vivencias cotidianas) en una alegoría doblemente romántica del género y la periferia. Huitrón se burla de la crítica, de las representaciones y de la separación público-privado. Nos ofrece una obra cargada de altibajos emocionales en la que la herida no deja de doler en uno y otro lado, aun cuando la ironía atraviese su obra desde la primera palabra. Esta voz sabe que en el silencio puede haber dicha, pero también, desconsuelo, y entonces echa mano del poeta más devastado por la soledad: John Thompson Vamos muchas veces a ciegas, con los golpes al caminar se hace la ruta, los puntos en que el duelo o la desesperación siembran árboles. Thompson tenía un bosque. Deleuze sostiene que una lengua extranjera no puede excavar en la lengua misma sin que todo el lenguaje a su alrededor no se tambalee, no sea llevado a un límite, a un afuera o a un reverso consistente en Visiones y Audiciones que ya no son de ninguna lengua. Esas visiones no son fantasmas, sino verdaderas ideas que el escritor ve y escucha en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones del lenguaje. En ese movimiento hay que reconstruirse, y la voz de Prueba olímpica nada contra corriente o corre más rápido que nunca para que la desolación no la alcance, para llegar hasta esa nueva lengua que le permita decirse. Nelly Richard hace referencia a que hay una pretendida escritura in-diferente a la diferencia genérico-sexual y ello equivale a complicitarse con las maniobras de generalización del poder establecido que consisten, precisamente, en llevar la masculinidad hegemónica a valerse de lo neutro, de lo im/personal. Y ello oculta sus exclusiones de género tras la metafísica de lo humano-universal. Allí es donde esta voz poética de Huitrón necesariamente se reconoce mujer, pues, atacada en la agonía del duelo y la separación, se fragmenta y en esos pedazos sabe que es con otras, así, en un cuerpo más grande que la cobija. Prueba olímpica Lorena Huitrón Vázquez Elefanta editorial Ciudad de México, 2023 No ve el cielo negro y el mar encolerizado, no nota las tablas agitadas, y bien poco escucha o atiende al lejano rumor de la poderosa ballena, que ya, con la boca abierta, surca el mar persiguiéndole.
Herman Melville, Moby Dick Dice Baptiste Morizot en Maneras de estar vivo: “¿Cuántas veces no hemos visto nada de todo lo vivo que se urdía en un lugar? Probablemente, cada día. Es nuestra herencia cultural, nuestra socialización, lo que nos ha hecho así; y esta realidad tiene razones y causas. Aunque no es motivo para no rebelarse. No hay recriminaciones, pero sí una cierta tristeza ante esa ceguera, su alcance y su violencia inocente”. Para hablar de lo que parece invisible, para hablar de lo que se rebela ante la impasible ignorancia, les tendemos la invitación a recorrer Ojo de ballena, de Gabi Olivé. El libro de Gabi, publicado por la editorial tucumana La Papa, reflexiona sobre la condición de poeta como trabajadore de la palabra en constante batalla con la productividad del más acérrimo capitalismo. Estamos en presencia de textos que hacen una pausa para buscar la palabra exacta y no más, para reconocerse tan extraño como un animal surcando mares, en un entramado social que busca en el afán la productividad. En ese entramado, quien trabaja con la palabra, es una rara especie en extinción. Este ojo de ballena ve en blanco y negro y con muy poca nitidez; pero a pesar de ello, tiene la capacidad de detectar la intensidad de la luz y, gracias a su adaptación, es capaz de distinguir el día de la noche, la claridad de las palabras. En relación a la construcción de la poesía de Gabi, dice Marina Cavalletti que, con una anarquía gramatical –sin mayúsculas ni puntuación- y un corte versal que rompe la sintaxis, [en este libro] se refuerza la mutilación. Allí, la poesía se arrastra entre adjetivos propios de una publicidad de gaseosa. La frescura y la novedad proponen la ironía como punto de partida. Así leemos en Ojo de ballena: silencio atrae reclutas de clase media alta quieren acunar los poemas de la niña pobre Es que Gabi está hablando de reconocerse distinte, pero también, de una imperiosa necesidad de denunciar el círculo deshumanizante de la voracidad del capital con el que, incluso la poesía, ha tropezado. En su libro, Morizot agrega que estamos en presencia de “una crisis de nuestras relaciones productivas con los entornos vivos, visible en el frenesí extractivista y financierizado de la economía política dominante. Pero también es una crisis de nuestras relaciones colectivas y existenciales, de nuestras conexiones y vínculos con los seres vivos”. Eso es lo que la voz de este libro grita, hacia aquí dirige su rebelión, su ojo entrenado para ver otra realidad, la de le poeta: una perla se cae y rueda buscando la niña niña la encuentra y examina rápidamente dice ‘es un ojo de poeta’ y le gano una guerra a mi destino La voz de Ojo de ballena deviene distinta a medida que avanzamos en la lectura del libro, somos testigos de una transformación de identidad que se va reconociendo parte de lo excluido, y con reconocerse emprende el camino hacia el frente de batalla porque allí encuentra motivos para las palabras que deben interpretar otro sentido: “en cuanto los seres vivos se retraducen en seres y no en objetos, el cosmopolitismo multiespecie se vuelve desbordante, casi irrespirable, abrumador para la mente: hemos pasado a estar en minoría. Una buena terapia para los modernos, que han adquirido la mala costumbre de transformar a todos sus «otros» en minorías” – dice Morizot. El Leviatán entonces ya no es la destrucción sino la voz de la poesía intentando nombrarse a sí misma y contemplando, a través de su ojo afilado, la catástrofe de la humanidad sin respuestas a la que parece estar expuesta: pero el mundo no me engaña/tiempo y espacio se rompieron. Renzo Matías Di Lucía nos dice en la contratapa del libro que Gabi recorre la ciudad con miradas de poderosa angularidad, problematizando lo que somos y reflexionando los costos de asumirse poeta, y que cada apertura de ese ojo nos imagina subsanando en el arte. Si luego de la destrucción no queda más que sacar la cabeza fuera del agua para tomar aire, no queda más que reconstruir y rearmarse con otres, pues no solo la injusticia tiene el poder de igualarnos, sino también, el amor*. * Parafraseo de versos de Gabi Ojo de ballena Gabi Olivé Tucumán 2022 La Papa 83 pp. “Me hice escritora cuando firmé mi propio documento, puse mi nombre a un primer libro, mi voz entró en el cuerpo de un hombre moribundo de un insurreccional y salí de allí haciendo una raya en la pared, […] una raya para trazar mi resistencia dentro de la lengua”
La gran hablada, ahora en Argentina, publicada por Aguacero Ediciones, reúne los tres primeros libros publicados de la escritora chilena Carmen Berenguer: Bobby Sands desfallece en el muro (1983), Huellas de siglo (1986) y A media asta (1991). En estos poemarios, Berenguer nos pone frente a los síntomas del poder en los cuerpos. Dirá Michel Foucault que “las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos por la representación de los sujetos. Si el poder hace blanco en el cuerpo no es porque haya sido con anterioridad interiorizado en la conciencia de las gentes”. El poder se inocula en cada cuerpo casi sin resistencia porque no hay conciencia de ello. Eso lo sabe Carmen Berenguer en los ochentas y en esa denuncia se sitúa al hablar no solo de la dictadura cívico-militar, sino también, de una ciudad que consume ávida cuerpos como bienes. Raquel Olea celebra la ironía de Berenguer al nombrar como «Gran» hablada los recursos literarios con que construye una poesía marcada por su referencia a una oralidad desmembrada, huidiza, vitalizada por el uso del fragmento y por el juego gozoso de decir por decir, de decir para no ser oída, de regocijarse en el puro ruido de los significantes; de recuperar el espacio de las hablas y relocalizar sujetos para otorgarles el status de lengua pública, de ocupar la polis con su carga simbólica de venir de un afuera de cualquier bando u orden. Bobby Sands desfallece en el muro está escrito como un diario de vida en primera persona. Son cuarenta y dos días de cárcel anotados para la huelga de hambre de un nombre real, condenado por terrorista y miembro del IRA. El 5 de mayo de 1981 Bobby Sands moriría después de una huelga de hambre de 66 días en una prisión de Irlanda del Norte, el primero de diez detenidos republicanos que se dejaron morir para intentar obtener el estatuto de prisionero político. La escritora, entonces, toma la memoria reciente de otro país que parece alejada, de otro hombre que parece mito, y que sin embargo es el presente de Chile en el que no se puede hablar, sino a través de una lengua más afilada para adelantarse a la censura. Palabras como pan, fermento, saliva, maíz, estómago son el campo semántico, por no decir, el campo de concentración de Bobby Sands en el que cada día está más cerca de la muerte. Leemos: VIGÉSIMO PRIMER DÍA Duelen los labios del pan Las abiertas paredes del estómago Duelen de risa fina La brevedad de estos poemas – dice Soledad Bianchi – nos impide olvidar que quien “habla” es un ser debilitado y frágil, a pesar de su fortaleza para resistir, para oponerse. Tres años después Carmen Berenguer concibe Huellas del siglo. Gonzalo Rojas Canuet analiza la apuesta de Berenguer: aquí “entre poema, contexto, política y escrituras, el signo se desplaza: el lenguaje es una herramienta que convoca a decir algo y, a la vez, es destituido y agotado en su uso, en su acto comunicativo. [Berenguer] sustrae del mundo neoliberal sus palabras, gestualidades y apropiaciones culturales para desplazarlas en el poema. La venganza es esa”. Eugenia Brito ha indicado que la ciudad es apreciada aquí como “espectáculo, desenmascarando aquello que la acusa como cuerpo tomado, (lo que explica) la cita de Gonzalo Millán que sirve como epígrafe: “los maniquiés lucen saludables. Son felices” (y hace comprensible la demarcación de una territorialidad) alienada en el consumismo. Y es que esta ciudad, la ciudad neoliberal de Huellas del siglo, se mercantilizan cuerpos y deseos, y, como sucede en un burdel, nadie repara en la ideología política, la religión o la etnia de los clientes que se vuelven mercancía. Así leemos en el poema “LA CUEVA”: Viajamos por la entrepierna de la ciudad te crees el vericueto y pierdes un ojo en la alambrada y para qué este creerse la gran cueva si trafican tu savia en el desierto. Julio Ortega agrega que “emerge ahora una voz fresca y episódica, y a la vez poseída por el fervor de su relato, que se mueve entre la vía civil herida y el diálogo erótico, la saga materna, la ironía popular, y el placer de la escritura que dice tanto como calla”. Agrega Ortega que, tanto en Huellas del siglo como en A media asta - el libro siguiente – la dictadura política no fue solo desde el símbolo de poder represivo, sino una dictadura del consumo que se extiende hasta nuestros días. “Los procedimientos de todo poder son sospechosos de ser fascistas del mismo modo que las masas son sospechosas de serlo en sus deseos”, dirá Foucault en Microfísica del poder. La Santiago dictatorial es una urbe dominada por los mercados trasnacionales que traen la guerra del capitalismo: war, war, Der Krieg, Der Krieg, nylon, nylon made in Hong-Kong, leemos en “SANTIAGO PUNK”. Las ‘casas de la dictadura’, fueron el nombre con el que se designó los domicilios secretos donde se torturaba. Pinochet dio a la ciudadanía desde el Palacio de la Moneda el 11 de marzo de 1981 un discurso en el que dijo: “Señores, deseamos unidad limpia y pura, no alianzas ni componendas que sólo entraban lo expedito de nuestro camino”. La limpieza de la casa – en esta metáfora – suponía la mano de la tortura. Leemos en el poema “MOLUSCO”: Me golpearon (“para ablandarme”) Me lavaron (“para limpiarme”) Entonces, golpeado, ultrajado, semiblando y limpio me colocaron en una olla con agua hirviendo y sal. En A media asta Berenguer traspone el cuerpo y el territorio como una misma cosa. Y ese cuerpo es ultrajado en el desgarro de la memoria que construye la identidad chilena. Esta voz de mujer se mira a sí misma una y otra vez al recordar, y en ese acto se construye: “TODAVÍA” Siempre fue así De tiempo en tiempo Dolía Tomó los senos y los apretó Fuerte como siempre Y tú Lo querías Dolía Es violento Es un vejamen Entonces todo duele En este recuerdo dialoga consigo misma, pero también, con las que la han precedido y con las que vienen. Este discurso que ha sido silenciado históricamente ahora necesita gritar para crear su propia genealogía con las originarias, con las raptadas, con las violadas, con las locas, con las que han escrito en los márgenes. En esa reivindicación, la voz que habla toma posesión de un terreno como si fundara otra patria, la de una nueva lengua que ahora alza la voz porque ya no se conformará más con ser el susurro de lo que circulaba por lo bajo. Así afirma Carmen: “Para que nos lean, la mujer escritora ha tenido que asumir las normas que rigen el canon mayor de los libros”. Ahora, las reglas gramaticales serán puestas en tensión, la forma de decir tendrá el gusto de lo oral, porque se está inventando una nueva forma de decir, de ser: Estoqueteescribo chiiit, noselodigasanadie calladita porque si me escuchan me cuelgan: chiiit, son las ventajas de la escritura. Raquel Olea afirma que leer poesía como ejercicio que enfrenta a quien lee al placer de una cierta ilegibilidad, de lo oscuro de las figuraciones, es incompatible con los mandatos del éxito, de la venta rápida, pero además exige un sujeto lector más dispuesto y más expuesto a dejarse conducir por el lenguaje antes que por el significado, por el decir figurado. Con esta premisa debemos adentrarnos en La gran hablada: una mujer ha tomado la palabra en el continuum de la historia. Escuchemos. La novela titulada El cuento de la criada, de la escritora canadiense Margaret Atwood, fue concebida en 1984 y publicada, en 1985. Está ambientada en un futuro posible y distópico, pero pensado hace más de treinta años atrás. En las “Notas históricas sobre el Cuento de la criada”, una especie de epílogo, ubicado al final de la obra, se sitúa como fecha, el año 2195, y es el momento en que se da conocer, con posterioridad al momento de los hechos narrados a lo largo de la novela. El supuesto documento de Defred – la narradora - es una especie de diario íntimo que permite develar el testimonio de una época anterior a este año -pero posterior igualmente al momento de ficcionalización y futurista igualmente-, en la que todo es medievalmente oscuro e indocumentado.
A partir de algunas pistas temporales dejadas a lo largo de la novela -puesto que no hay precisiones temporales; más allá de la ya citada en la parte final- podemos reconstruir que se sitúa en un pasado reciente para 2023. De esta manera, leemos permanentemente esta ciencia ficción, incluso como si fuera anterior a la década del 80, ya que las circunstancias planteadas nos dan esas pistas. Hay una guerra civil en Estados Unidos (que implanta un nuevo sistema totalitario y fundamentalista, y genera una nueva era bajo el nombre de República de Gilead). Hay un periodo "medieval", en el que se abole toda posibilidad de registro de ese presente y de su pasado. Las mujeres, además, aparecen como esclavas sexuales para los comandantes (políticos teócratas), cuyas esposas no puedan tener hijes. Se suprime la libertad de prensa y los derechos de las mujeres: se han quemado todas las revistas pornográficas, pinturas, ropa sensual y cualquier elemento que pueda ser frívolo y pecaminoso. Las mujeres que pasan a ser criadas son aquellas que se saben fértiles porque ya tienen hijes y han estado con un hombre casado. Esas son las mujeres consideradas pecadoras. Aquí aparece Defred, la narradora, como una especie de voz anónima, para contarnos su historia. Ella tiene una hija y un amante, Lucke, con el que luego vivirán hasta que son víctimas del secuestro y la separación. Su hija es asignada a una familia que no puede tener hijes. El régimen funciona más o menos de la siguiente manera: las familias del poder que no pueden tener hijes utilizan a las criadas como procreadoras para asegurar la descendencia. Las tías son las mujeres mayores sin hijes que las aleccionan. Otras mujeres van a parar a las colonias, con tareas infrahumanas, como trabajos insalubres con sustancias contaminantes. En esta distopía somos partícipes de rituales en donde se ahorcan o torturan a mujeres infieles al régimen o a varones rebeldes. Existe, además, un muro en donde se exhiben los cadáveres, o los ahorcados, tomado del mismo muro de Berlín, como nos cuenta la autora en la introducción. Para la narradora, su “cuento” no será más que una manera de sobrevivir. Defred funciona como una especie de Sherazade, que busca la salvación a través de la palabra, y que siente que puede ser la única forma de no estar sola. Si ella cuenta es porque hay una otra que la escucha: “Por eso sigo con esta triste, ávida, sórdida, coja y mutilada historia, porque después de todo quiero que la oigan, como me gustaría oír la tuya… si te encuentro o si te escapas, en el futuro o en el Cielo… Porque al contarte esta historia logro que existas. Yo cuento, luego tú existes”. p. 360 Por todas estas características que tiene la era de Gilead, todo el tiempo tenemos la sensación de que estamos leyendo una historia remota. Pero, además, esto es así porque está planteada como un periodo de involución; este futuro distópico al que no podemos asistir sin asimilarlo a un pasado: las historias del Antiguo Testamento, las atrocidades del colonialismo o Segunda Guerra, el terrorismo de estado, las guerras religiosas de Medio Oriente. Los manuscritos - o grabaciones transcritas - de Defred son encontrados en el 2195, como un documento. No tienen validez histórica y por eso son considerados “cuentos”. Probablemente, Defred no sea Defred, el comandante podría ser cualquiera; Serena Joy, un invento de la narradora. En definitiva, El cuento de la criada se convierte en una voz anónima y popular que forma parte de un mundo en el que es el pueblo el que va a terminar legitimando, y haciendo carne un nuevo rezo de “nunca más”. nomeolvides
un ramito de florcitas bien celestes me dijiste que nacían para mí yo quería que mi nombre sea celeste ser del cielo que se guarda en las palabras ser floreada camisita de la infancia Robertina que tus ojos iluminan silenciosa con un lápiz en la mano corazón como caballo desbocado maravillas señalabas con la voz Silvio Mattoni afirma en Tekhné que dejarse llevar por las palabras es el momento en el cual el error de querer usarlas para decir algo se transforma en «la más verdadera verdad». Y esto es, precisamente, lo que intuye el yo que habla en Nomeolvides de Roberta Iannamico. Este libro, atravesado por la inocencia de una naturaleza que no está al servicio del paisaje, sino intrincadamente dentro de esta conciencia que la abraza y la interpela, nos traslada a un horizonte bucólico en el que los objetos urbanos quedan engarzados solo a la narrativa fotográfica de lo que se percibe siempre en un espacio exterior. Iannamico escribe un poemario para grandes y chiques, los temas que tocan sus vértices nos conduce hacia la nostalgia y el dolor de la pérdida, pero también, al juego de las casualidades posibles: el nombre de una flor como título es ya una guía de lectura. Todo el libro arriesga con los sonidos de las rimas que van y vienen, la utilización de la paranomasia como recurso frecuente y la personificación de esos espacios exteriores en los que el sonido amable de sus seres nos deja adivinar la presencia de animales y elementos. La posibilidad de la infancia, esa patria a la que queremos volver una y otra vez y que Rilke definió como el único hogar posible, nos habla desde el poemario de Iannamico con una voz que desde la adultez mira de reojo a la que fue y reflexiona sobre la posibilidad de ser con la que se ha sido. Poemas sin título dejan ver una escritura como hecha a mano, en la artesanía de la elección de las palabras, en los espacios que nos permiten, como quienes leemos y atestiguamos espectantes, tomar aire para transponer el siguiente poema, para hacer propio lo ya leído. El poemario se divide en pequeñas secciones y comienza con una invocación a la musa, al mejor estilo griego: “inspiración/cantame tu canción”. “Un peinado con pájaros” es la primera sección y ya aquí atestiguamos la presencia de la naturaleza como el componente que dará el marco, pero también la profundidad. Una plaza de noche, el calor, la primavera, una mariposa en una estación de servicio nos asombran con la simpleza de lo pequeño. “Polenta con el mar” habla sobre la luna tan baja, una conciencia sobre la enseñanza de la naturaleza: “entre ustedes aprendo/arroyo piedra árbol/pájaros grillos/con el sol posándose sobre nosotros”. También aquí hay alusiones a objetivos cotidianos: los anteojos, la mesa de madera, vasos, cuadernos botellas, la pava y el pan que simplemente acompañan lo que acontece puertas afuera y dentro del propio cuerpo. “En tanto que viento es” apela a un vos en el recuerdo de la infancia, en el amor de una amiga, en les hijes en común: mientras va pasando el tiempo en tanto que viento es siempre que como el aire nos dejamos llevar adonde no sabemos ahora que te miro bien tenés algo acuático alrededor del iris hoy que contabas los hechos de tu vida yo veía la costa del mar cuando atardece el planeta tierra visto desde lejos En “Ombligo del mundo” hay un adentro, que puede ser el giro de una calesita, un hospital, una casa a la que se llega luego de la jornada de trabajo, el propio cuerpo, el propio poema. “El sol tenderá tibia manta” es ese cobijo que puede ser una mano amiga, pero también el vientre que espera el nacimiento, o el anhelo de lo compartido para “los solos/que no tiene con quién festejar”. “Y además agregar” nos lleva hasta los paisajes exteriores en la nieve, los árboles parados, pero también los interiores, la preparación de la comida “los choris en la parrilla/el repollo ya cortado” o “¡salten ajos! /¡a la sartén!”. “Gracias” dice el poema que resume el hilo común en este apartado: “gracias/ese día lindo era mío, el recuerdo de la escuela, la ventana”, y la luz atraviesa los poemas de este segmento. “Creciente luna sol al lado” juega con los opuestos, con la dualidad de la noche y la luz, la humedad y el sol, el cielo y la tierra: “pobre luna se cree sol/y ahí nomás/ tiene que morir”. “Y vamos variando” cierra este viaje hacia el interior de esta naturaleza viva con las nomeolvides y la añoranza: “vos eras la única luz”. Mario Montalbetti nos recuerda en Sentido y ceguera del poema que hablamos sobre las cosas, pero las cosas son indiferentes a lo que decimos sobre ellas: Las cosas siguen su curso de ser, de estar, de moverse perfectamente indiferentes a lo que decimos sobre ellas. [...] Y esto porque creo que el poeta no es solo responsable del poema que crea sino también es responsable de salvarlo. Así nos dice en el poemario de Iannamico esa voz que interroga al mundo: ¿qué querés? cualquier cosa cuyo nombre no sepa ¿cuánto cuesta? como mil instantes ¿cómo la puedo pagar? en cuotas ¿cuándo pago la primera? ahora ¿dónde la paso a retirar? acá Silvio Mattoni agrega en Tekhné que el verso tiene razones que el proyecto de poema desconoce. Hacia ese detalle mínimo nos conduce Roberta Iannamico, hacia la atención puesta en la fragilidad de los nombres que les damos a las cosas, pero también, a la imposibilidad de abarcar con el lenguaje la belleza de la naturaleza, y en definitiva, de nosotres mismes. Nomeolvides Roberta Iannamico Bahía Blanca 2015 Ediciones VOX 125 pp. A las que no están es la dedicatoria con la que Nina Jäger nos abre el recorrido por este cielo lleno de estrellas que es Por toda herencia. Desde allí debemos transitar este libro como parte de un universo más grande, inabarcable tal vez, porque nos encontramos con una constelación de mujeres hacia atrás y hacia adelante en el tiempo. La puerta de entrada también es una cita de Úrsula Le Guin cuya primera frase es Los años le hacen cosas extrañas a la identidad, y nos recuerda que somos todo lo que hemos visto, oído, tocado.
El primer poema es un agradecimiento a Henrietta Leavitt, la astrónoma que cambió la manera de observar el universo gracias a su descubrimiento sobre la luminosidad de las estrellas (qué puede ser más poético que eso). Dice el poema: gracias a vos, Henrietta, que moriste ignota en el silencio de tu sordera y dejaste unos libros una mesa una silla una cama y un atril por toda herencia Más allá, en este viaje intergaláctico, nos encontramos también con el recuerdo de la infancia, en el que ese yo que habla se vuelve una niña y recuerda tal vez las primeras estrellas, las más cercanas, las más artesanales, y la magia que en ellas ha creído descubrir. Podemos leer en “expiación”: las manos de papá fabricaban estrellas de silicona con una pistolita les daba forma sobre mi vestido para volverlo túnica de maga. Hacia adelante la constelación nos muestra a un yo madre que protege a su hija junto con la manada de mujeres que la constituyen. Así en “la estirpe del aguijón”: para ella es defensa de la tribu: sin infinitas me la tienen jurada y yo tramo mi guerra secreta. ahora vos, hija, sos mi soldada. Es que este yo se reconoce parte de un entramado de mujeres que la han precedido, pero también, mujeres a las que debe legar lo que ha aprendido. Entonces parece encontrar cobijo en las prendas de vestir que ha heredado, y también, en pequeñas piezas que guarda de su hija. Dice en “herencia” me visto de otras para ser personas por partes mujeres que dejan marcas Porque este yo sabe cuál es el destino al que las mujeres en el mundo han sido confinadas y cómo, a pesar de las luchas colectivas, el camino es arduo y confuso. Úrsula Le Guin ha dicho “nací antes de que inventaran a las mujeres, y he vivido los pasados decenios tratando de ser un buen hombre”. Nina también lo sabe y, por conocer qué significa ser mujer y las violencias a las que hemos sido históricamente sometidas, nos encontramos con el acápite del poema “hoy hay menos mujeres en el mundo”: no importa cuándo leas esto. Le Guin también ha dicho en esa maravilla que es Contar es escuchar: "La luz puede recorrer grandes distancias, pero el sonido, que solo se compone de vibraciones del aire, no llega muy lejos. La luz de las estrellas puede viajar mil años luz; la voz humana se propaga como mucho un kilómetro y medio. Lo que oímos es casi siempre algo bastante local y cercano". Y Nina lo sabe, este susurro que es decirnos mujer y que toma cada vez más las palabras para alzar la voz explica que en este libro hallemos menciones a fenómenos físicos como el tiempo, en las que el yo inventa sus propias mediciones porque necesita nuevas formas de nombrar al mundo. En “elongación” el yo nos dice el tiempo/ pasa sin necesidad/ de nosotros” y en “población económicamente activa, mido el tiempo/en otras unidades. Las horas/ si son /largas son /un sola pero/ a veces no”. El poemario cierra con el poema “andrómeda o la mujer encadenada” un poema que habla sobre las ancestras familiares y los modos en los que han tenido que atarse a obligaciones, enfermedades, y resignar vida o deseos. Jacques Derrida dice en ¿Qué es la poesía? que el poema puede hacerse un ovillo pero es para volver otra vez sus signos agudos hacia afuera. Nina Jäger es consciente de ello y por eso nos muestra un universo en el que lo exterior tiene necesariamente que ver con lo más esencial. Para Florencia Fragasso estos poemas se apagan o iluminan alternadamente, tienen brillo propio y encuentran su lugar en la galaxia. Y es una galaxia que Nina construye en torno a las mujeres que nos anteceden a todas, a su legado familiar, a la experiencia de la maternidad que nunca es un hecho privado, sino que se convierte en ese lema político. En este libro giramos alrededor del desvelo por la hija y por los cambios corporales que marcan el paso del tiempo, pero además, somos testigxs de un homenaje a las que han estado e injustamente hoy nos faltan. Por toda herencia Nina Jäger Buenos Aires 2022 Agua viva ediciones 64pp. |
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